Existen muchas historias sobre lugares oscuros y sombríos en el
viejo mundo, lugares donde los vientos de la magia se arremolinan haciendo
bailar a los muertos bajo el fulgor mortecino de la noche, lugares donde las
brujas se reúnen en sus depravados aquelarres en honor a Morrslieb, la
luna negra. Sin embargo, pocos lugares conservan aun hoy en día una leyenda
viva tan funesta como Silverain, en Bretonia, donde aún se respira el tenue
viento de la muerte llamando a las casas de los campesinos al caer la noche.
No existe campesino alguno que ose aventurarse fuera de su hogar cuando cae la noche, pues siniestras apariciones rondas las calles de la cuidad maldita, recorriendo cada esquina e invadiendo cada rincón, desde el cementerio hasta los bosques aledaños a Silverain. Con la última campanada que indica la llegada del atardecer, los jornaleros dejan sus herramientas y se apresuran a volver a sus hogares, tal solo las efigies desgarradas de los espantapájaros permanecen en pie al caer la noche, vigilando los campos y protegiendo los viejos molinos ante un mal silencioso que parece reptar entre la neblina de la noche, rehuyendo la luz de las antorchas y fogatas.
No existe campesino alguno que ose aventurarse fuera de su hogar cuando cae la noche, pues siniestras apariciones rondas las calles de la cuidad maldita, recorriendo cada esquina e invadiendo cada rincón, desde el cementerio hasta los bosques aledaños a Silverain. Con la última campanada que indica la llegada del atardecer, los jornaleros dejan sus herramientas y se apresuran a volver a sus hogares, tal solo las efigies desgarradas de los espantapájaros permanecen en pie al caer la noche, vigilando los campos y protegiendo los viejos molinos ante un mal silencioso que parece reptar entre la neblina de la noche, rehuyendo la luz de las antorchas y fogatas.
Pero esta no fue siempre una tierra maldita, hubo un tiempo
en el que la ciudad se erigía orgullosa como símbolo desafiante de honor,
opulencia y majestuosidad, gobernada por el señor, Robert de Silverain. La
ciudad gozaba de buena reputación y de ampliar riquezas, los estandartes
brillaban al sol de un verano que parecía no tener fin. Más no todo eran alegrías
para las gentes y gozos para los señores, pues había algo que el señor de la
ciudad deseaba y que por mucho que lo intentaba jamás conseguía, deseaba por
encima de todo un hijo, un heredero varón que heredase su fortuna, título y
posesiones. Pero la vida es a veces caprichosa y el destino muy cruel, de modo
que la suplicas que el señor de Silverain elevaba a la dama del lago eran
vacías, inútiles y carente de respuesta. Dispuesto a todo por conseguir sus
propósitos, rompió sus sagrados votos de caballero y pidió ayuda a una bruja,
una adoradora de la luna negra y practicante de las artes oscuras, de modo que
si la diosa no era capaz de darle un hijo, los vientos de la magia se lo
engendrarían.
Y así fue como el noble caballero, cegado por el deseo enfermizo de conseguir un heredero varón, se dejó engañar y seducir por aquella hechicera, con la que yació, para deshonra de su propia esposa. Una esposa que falleció de unas repentinas fiebres al poco tiempo de llegar la hechicera al castillo.
Los rumores comenzaron a circular por toda la ciudad y los cuervos se agolpaban sobre las ramas de los árboles y sobre los tejados de las viejas casas, los tiempos no auguraban nada nuevo, la señora del castillo muerta y una bruja ocupando su lugar junto al señor de Silverain, casi parecía que la demencia había inundado la mente del viejo señor del castillo.
Fue entonces cuando el joven William nació, de la unión de
un caballero y una hechicera surgió un niño de rubios cabellos, pálida piel y
un azul helado por color de ojos. Un niño destinado a convertirse en el futuro
señor de Silverain, un niño que ya desde temprana edad mostraba poseer un
carácter violento, vil y egoísta. No en vano, asesinó a su mejor amigo a la
edad de doce años, tan solo porque este le había ganado en una competición de
juegos, y debido a su noble origen, jamás vio castigo alguno por su actuación.
Las cosas parecía ir de mal en peor para los campesinos, que
vieron como su señor partía a la guerra contra los enemigos de su rey, dejando
como gobernante a una mujer considerada mezquina y ponzoñosa y a su pequeño y
cruel vástago, el cual pasaba los días haciendo sufrir a las alimañas del campo
o leyendo extraños libros que le daba su madre.
La guerra fue cruel, arrebató muchas vidas de hombres
valientes y honrosos. Y bebió la sangre de sus víctimas una y otra vez,
víctimas, hombres que nunca volvieron a ver sus hogares, que nunca regresaron
de la batalla, hombres entre los que se encontraba el propio señor de
Silverain, que nunca volvió a ver de nuevo su amada ciudad. La noticia llegó a
oídos de la ciudad y de su esposa, y su cuerpo hizo lo propio días más tarde,
para ser sepultado en tierra de su familia. Aquel día fue un di triste y oscuro
para la mayoría de habitantes de aquella ciudad, que veían morir con un señor
una era dorada de prosperidad, y contemplaban como una nueva y más oscura era
se cernía sobre ellos. Se dice que aquel día, la luz del sol se apagó
tenuemente, como si mostrara respeto por el difunto señor, y los cuervos,
símbolo de la ciudad, acudían a posarse sobre su tumba llena de rosas como si
de plañideras en luto se tratase.
Lo cierto es que una nueva época comenzaba para todos los habitantes
de Silverain, pero el comienzo de aquella nueva y ominosa etapa no lo marcó la
muerte de su viejo y bondadoso señor, ni siquiera el comienzo de la gobernación
de su viuda la hechicera, sino más bien fue la muerte de la misma. La vida huyó
de ella fugazmente al precipitarse desde uno de los balcones del castillo.
Cuentan algunos que fue su propio hijo, ansioso de obtener el poder, quien la
arrojó con sus propias manos, otros sin embargo prefieren la versión de la
historia que cuenta como ella misma se suicidó por las más diversas y obtusas
causas. Lo cierto fue que aquel día simbolizó la ascensión al poder del joven
William, el cual tomó su primera decisión como señor de Silverain el mismo día
de la muerte de su madre. Celebrar su funeral con el ahorcamiento público de
toda una serie de personajes de la corte, entre los que se encontraban
consejeros y sacerdotes, por los cuales sentía un profundo desprecio, todo ello
bajo acusación de traición y conspiración.
Las semillas del gobierno de William estaban sembradas en
tierra deshonrada y regada con la sangre de todos aquellos que se atrevían a contradecirle.
Creciendo de esta manera cual negro árbol, podrido por dentro, y en cuyas ramas
cuelgas ahorcados los hijos del hombre. Su personalidad se fue moldeando, volviéndose
fría, calculadora, violenta (aun si cabía más) y psicótica, lo que en la práctica
se traducía en un gobierno autoritario en el que aplicaba la pena capital a
todos aquellos que consideraba merecedores de ella, según su propia oscura y
retorcida visión de la justicia. Los campos de ahorcados se extendían allá por
donde había ramas libres para colgarlos y los presos y prisioneros se
lamentaban en minúsculas jaulas colgadas en las encrucijadas, bajo el estandarte
del cuervo y la rosa.
Pero el destino es caprichoso y decidió que el señor de Silverain
se enamorara de una joven dama a la que poco tiempo después convirtió en su
esposa. Aquella muchacha era de carácter suave y apacible y era capaz de
despertar en el noble, sentimientos de piedad y de calma. De modo que por un
tiempo la naturaleza de la bestia quedó aplacada reduciendo considerablemente
la dureza con la que trata a su pueblo, lo que conseguía ganar el favor y la
admiración de un pueblo sobreexplotado de trabajar los campos para su señor.
Pero fue entonces cuando un nuevo mal apareció por
Silverain, un mal que significaría la muerte para más de la mitad de la población
de la ciudad. La muerte negra, la peste. Esta plaga se extendió rápidamente infectando
a cuantos encontraba en su camino. Los médicos de la peste corrían por las
calles sin dar abasto entre los cadáveres de los infectados y los cuerpos
yacientes de los moribundos. Las calles se llenaban del hedor a muerte de los cadáveres
en descomposición y los sacerdotes predicaban a voces mensajes apocalípticos sobre
el fin del mundo, desde unas túnicas negras que no presagiaban sino la muerte
absoluta para todos. Una muerte que segó muchas vidas a su paso, entre las que
se encontraba la de la joven esposa del señor William, cuyo cuerpo reposaba
embalsamado en una de las habitaciones del viejo castillo.
Entonces ocurrió, el amor que el señor sentía se volvió
enfermizo, cruel y sádico. Fue entonces cuando comenzó a leer libros sobre
artes prohibidas, a rodearse de todos aquellos que decían ser expertos en las
oscuras artes de la muerte, con un solo y único propósito, devolver a la vida
el cadáver de su bella esposa.
Los días se fueron volviendo cada vez más
oscuros, el sol se escondía cada vez antes. Comenzaron a escucharse rumores
sobre extrañas prácticas de brujería y rituales profanos que se relacionaban
con los nobles del castillo. Lo cierto fue que con el paso del tiempo, las compañías
que el señor frecuentaba fueron empeorando, brujas y nigromantes acudían a las
llamadas del señor del castillo, los caballeros negros de Silverain partían en
busca de sangre y reliquias para cumplir la voluntad de un señor cada vez más
demente y desquiciado.
Leyendas se escuchaban, historias sobre muertos que no reposaban en sus tumbas
por la noche, sobre casas encantadas, sobre espíritus que rondaban los bosques
cercanos y sobre extrañas apariciones o comparsas que se movían al auspicio de
la oscuridad nocturna.
El tiempo pasaba lento pero impasible, lo que iba
descomponiendo el cuerpo de su amada lentamente, lo que se traducía en una
aguda e imperiosa necesidad de encontrar una solución rápida para su situación,
pero esta nunca llegó a tiempo. Los nobles de las ciudades cercanas se
enteraron de los terribles sucesos que estaban ocurriendo en la oscura
Silverain, de modo que sin demora actuaron. Entraron a la fuerza a la ciudad
poniendo fin a las pretensiones de William, ejecutando a todo aquel que fuera cómplice
suyo y quemando el cuerpo de su difunta esposa hasta quedar reducido a cenizas.
La suerte del señor fue la condena a muerte, ahorcado en el
mismo árbol del cementerio, sobe la tumba de su madre, en el que el mismo había
ahorcado a sus primeros ajusticiados. William se mostró tranquilo, caminó
lentamente hasta la horca y justo en el último instante antes de ser colgado,
sonrió a todos los presentes en aquel momento y pronunció unas últimas palabras
que resonaron en los corazones de todos los mortales de la ciudad: “Y el mundo
llorará sangre y muerte…”. Tras aquella mortal profecía, calló quedando inerte
e inmóvil, colgado de la soga.
Ahora nuevos rumores se oyen, rumores que apuntan a que
William de Silverain volvió a la vida como no muerto, que nunca murió realmente.
Historias que hablan de una nueva oscuridad que se cierne sobre la vieja
ciudad, que el estandarte del cuervo y la rosa se vuelve a levantar y que los
muertos regresan de las tumba para cobrarse la venganza en nombre de su señor. La
verdad es que un nuevo tiempo se cierne sobre el hombre. Y que las almenaras del
castillo vuelven a arder con el fulgor mortecino de la condenación
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