miércoles, 30 de enero de 2013

Pandeísmo y Libertad: Podemos ser Dioses


El Pandeísmo sostiene filosóficamente, que aunque Dios es el creador del universo, este no existe de forma independiente al mismo. Es decir que Dios mismo se transformó en el propio universo para crearlo, siendo de este modo el creador y la creación a la vez, y dejando de existir como una entidad al margen. Esto hace que Dios no pueda ser alcanzado por medio de la fe ni por medio de ningún otro medio humano, tan solo puede ser conocido o investigado mediante el uso de la razón y la ciencia.

De este modo, Dios no puede haber intervenido en el universo (tal y como afirman las religiones reveladas), ni puede hacerlo en el tiempo presente, ni en un tiempo futuro, de ninguna de las maneras posibles que relatan las religiones (revelaciones, profecías, milagros, etc.), las cuales serían tan solo formas de pensamiento organizadas en torno a una idea inalcanzable, Dios. Y con un único método de alcance pretendido, la fe.

En la práctica esto se traduce en una ausencia moral en el mundo. Al igual que la visión de Nietzsche del mundo al decretar la muerte de Dios, así nuestro Dios también ha muerto (o más bien autodestruido), lo que ha dejado un importante vacío ético-moral en el ser humano, ya que los argumentos morales y las leyes éticas establecidas por la religiones como normas realizadas por Dios y universalmente válidas, no son de ese modo en forma ninguna. Esto puede resultar angustiante y temeroso, un mundo hostil donde no hay conciencia del bien y del mal, donde todos los seres humanos están perdidos sin una guía. Pero nada más lejos de la realidad, pues esto significa la completa y absoluta libertad del individuo, una libertad que se construye en niveles morales y de pensamiento.

Es precisamente aquí donde radica la dificultad de la libertad humana, porque ser libre implica sacrificio, es decir, ser libre implica una gran responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros. Si somos completamente libres, también somos completamente responsables de nuestros propios actos, al cien por cien. Esto genera en parte la angustia de la libertad y es lo que hace que muchas personas no deseen ser libre y prefieran dejar sus vidas sometidas a algo o a alguien que les guie y marque su camino a seguir, porque de este modo es más fácil para ellos. Ideologías, movimientos religiosos y políticos, gobiernos, toda una serie de instituciones creadas por el hombre, ante las cuales se subordina el propio hombre, cediendo parte de su libertad y con ella su responsabilidad. En ellas serán guiados por alguien (líderes espirituales, políticos, jefes, etc.) y por algo (códigos de conducta, normas éticas, etc.). Siendo de este modo más fácil para ellos la vida y el pensamiento, ya que se sienten a salvo, con un destino que cumplir y sin responsabilidad sobre sus hombros.

Es precisamente esta responsabilidad, que se pretende evitar, la que garantiza que nuestros actos no acaben convertidos en desordenes de nuestro propio sistema de valores y es por ello que siempre se buscan escusas que oculten nuestra libertad y por consiguiente que nos eximan de la responsabilidad consecuente: “Yo actué así porque seguía ordenes… Porque la ley dice esto… Porque es lo que está bien visto o mal visto…”. Cuando en realidad, actuando de ese modo solo pretendemos engañarnos a nosotros mismos con algo que en nuestro interior sabemos que no es cierto.

En contra partida, las personas que sumen su propia libertad y responsabilidad, se convierten en dioses. Pero no en dioses prepotentes capaces de hacer y deshacer a voluntad en un mundo libre, sino que convertirse en dioses significan que ellos mismos pueden crear para sí una serie de nuevos valores y de leyes éticas propias para ellos mismo, en otras palabras, se convierten en sus propios dioses, en sus propios amos de su vida y su destino. Crean su propia moral, su propio código y sus propias leyes y lo hacen asumiendo la completa responsabilidad de sus propios actos. Y de este modo, es como nosotros, partículas insignificantes de ese mismo Dios originario que se autodestruyó para crear el universo, nos transformamos en dioses completos capaces de controlar nuestras vidas, crear, y ser conscientes de que podemos llegar a ser cuanto deseemos.

Esta libertad aumenta de forma directamente proporcional al conocimiento que poseemos. Cuando más conocimiento tenemos más libres somos, puesto que más opciones conocemos y más y mejores decisiones podemos tomar. Es por ello que todo conocimiento y acto de aprendizaje es de vital importancia en nuestro desarrollo personal como personas libres. Esto nos ayudará a mejorarnos a nosotros mismos y por consiguiente a mejorar el mundo, haciendo del mismo un lugar mucho mejor para todos.


miércoles, 23 de enero de 2013

El Cuervo y la Rosa


Existen muchas historias sobre lugares oscuros y sombríos en el viejo mundo, lugares donde los vientos de la magia se arremolinan haciendo bailar a los muertos bajo el fulgor mortecino de la noche, lugares donde las brujas se reúnen en sus depravados aquelarres en honor a Morrslieb, la luna negra. Sin embargo, pocos lugares conservan aun hoy en día una leyenda viva tan funesta como Silverain, en Bretonia, donde aún se respira el tenue viento de la muerte llamando a las casas de los campesinos al caer la noche.
No existe campesino alguno que ose aventurarse fuera de su hogar cuando cae la noche, pues siniestras apariciones rondas las calles de la cuidad maldita, recorriendo cada esquina e invadiendo cada rincón, desde el cementerio hasta los bosques aledaños a Silverain. Con la última campanada que indica la llegada del atardecer, los jornaleros dejan sus herramientas y se apresuran a volver a sus hogares, tal solo las efigies desgarradas de los espantapájaros permanecen en pie al caer la noche, vigilando los campos y protegiendo los viejos molinos ante un mal silencioso que parece reptar entre la neblina de la noche, rehuyendo la luz de las antorchas y fogatas.

Pero esta no fue siempre una tierra maldita, hubo un tiempo en el que la ciudad se erigía orgullosa como símbolo desafiante de honor, opulencia y majestuosidad, gobernada por el señor, Robert de Silverain. La ciudad gozaba de buena reputación y de ampliar riquezas, los estandartes brillaban al sol de un verano que parecía no tener fin. Más no todo eran alegrías para las gentes y gozos para los señores, pues había algo que el señor de la ciudad deseaba y que por mucho que lo intentaba jamás conseguía, deseaba por encima de todo un hijo, un heredero varón que heredase su fortuna, título y posesiones. Pero la vida es a veces caprichosa y el destino muy cruel, de modo que la suplicas que el señor de Silverain elevaba a la dama del lago eran vacías, inútiles y carente de respuesta. Dispuesto a todo por conseguir sus propósitos, rompió sus sagrados votos de caballero y pidió ayuda a una bruja, una adoradora de la luna negra y practicante de las artes oscuras, de modo que si la diosa no era capaz de darle un hijo, los vientos de la magia se lo engendrarían.

Y así fue como el noble caballero, cegado por el deseo enfermizo de conseguir un heredero varón, se dejó engañar y seducir por aquella hechicera, con la que yació, para deshonra de su propia esposa. Una esposa que falleció de unas repentinas fiebres al poco tiempo de llegar la hechicera al castillo.
Los rumores comenzaron a circular por toda la ciudad y los cuervos se agolpaban sobre las ramas de los árboles y sobre los tejados de las viejas casas, los tiempos no auguraban nada nuevo, la señora del castillo muerta y una bruja ocupando su lugar junto al señor de Silverain, casi parecía que la demencia había inundado la mente del viejo señor del castillo.

Fue entonces cuando el joven William nació, de la unión de un caballero y una hechicera surgió un niño de rubios cabellos, pálida piel y un azul helado por color de ojos. Un niño destinado a convertirse en el futuro señor de Silverain, un niño que ya desde temprana edad mostraba poseer un carácter violento, vil y egoísta. No en vano, asesinó a su mejor amigo a la edad de doce años, tan solo porque este le había ganado en una competición de juegos, y debido a su noble origen, jamás vio castigo alguno por su actuación.
Las cosas parecía ir de mal en peor para los campesinos, que vieron como su señor partía a la guerra contra los enemigos de su rey, dejando como gobernante a una mujer considerada mezquina y ponzoñosa y a su pequeño y cruel vástago, el cual pasaba los días haciendo sufrir a las alimañas del campo o leyendo extraños libros que le daba su madre.

La guerra fue cruel, arrebató muchas vidas de hombres valientes y honrosos. Y bebió la sangre de sus víctimas una y otra vez, víctimas, hombres que nunca volvieron a ver sus hogares, que nunca regresaron de la batalla, hombres entre los que se encontraba el propio señor de Silverain, que nunca volvió a ver de nuevo su amada ciudad. La noticia llegó a oídos de la ciudad y de su esposa, y su cuerpo hizo lo propio días más tarde, para ser sepultado en tierra de su familia. Aquel día fue un di triste y oscuro para la mayoría de habitantes de aquella ciudad, que veían morir con un señor una era dorada de prosperidad, y contemplaban como una nueva y más oscura era se cernía sobre ellos. Se dice que aquel día, la luz del sol se apagó tenuemente, como si mostrara respeto por el difunto señor, y los cuervos, símbolo de la ciudad, acudían a posarse sobre su tumba llena de rosas como si de plañideras en luto se tratase.

Lo cierto es que una nueva época comenzaba para todos los habitantes de Silverain, pero el comienzo de aquella nueva y ominosa etapa no lo marcó la muerte de su viejo y bondadoso señor, ni siquiera el comienzo de la gobernación de su viuda la hechicera, sino más bien fue la muerte de la misma. La vida huyó de ella fugazmente al precipitarse desde uno de los balcones del castillo. Cuentan algunos que fue su propio hijo, ansioso de obtener el poder, quien la arrojó con sus propias manos, otros sin embargo prefieren la versión de la historia que cuenta como ella misma se suicidó por las más diversas y obtusas causas. Lo cierto fue que aquel día simbolizó la ascensión al poder del joven William, el cual tomó su primera decisión como señor de Silverain el mismo día de la muerte de su madre. Celebrar su funeral con el ahorcamiento público de toda una serie de personajes de la corte, entre los que se encontraban consejeros y sacerdotes, por los cuales sentía un profundo desprecio, todo ello bajo acusación de traición y conspiración.

Las semillas del gobierno de William estaban sembradas en tierra deshonrada y regada con la sangre de todos aquellos que se atrevían a contradecirle. Creciendo de esta manera cual negro árbol, podrido por dentro, y en cuyas ramas cuelgas ahorcados los hijos del hombre. Su personalidad se fue moldeando, volviéndose fría, calculadora, violenta (aun si cabía más) y psicótica, lo que en la práctica se traducía en un gobierno autoritario en el que aplicaba la pena capital a todos aquellos que consideraba merecedores de ella, según su propia oscura y retorcida visión de la justicia. Los campos de ahorcados se extendían allá por donde había ramas libres para colgarlos y los presos y prisioneros se lamentaban en minúsculas jaulas colgadas en las encrucijadas, bajo el estandarte del cuervo y la rosa.

Pero el destino es caprichoso y decidió que el señor de Silverain se enamorara de una joven dama a la que poco tiempo después convirtió en su esposa. Aquella muchacha era de carácter suave y apacible y era capaz de despertar en el noble, sentimientos de piedad y de calma. De modo que por un tiempo la naturaleza de la bestia quedó aplacada reduciendo considerablemente la dureza con la que trata a su pueblo, lo que conseguía ganar el favor y la admiración de un pueblo sobreexplotado de trabajar los campos para su señor.
Pero fue entonces cuando un nuevo mal apareció por Silverain, un mal que significaría la muerte para más de la mitad de la población de la ciudad. La muerte negra, la peste. Esta plaga se extendió rápidamente infectando a cuantos encontraba en su camino. Los médicos de la peste corrían por las calles sin dar abasto entre los cadáveres de los infectados y los cuerpos yacientes de los moribundos. Las calles se llenaban del hedor a muerte de los cadáveres en descomposición y los sacerdotes predicaban a voces mensajes apocalípticos sobre el fin del mundo, desde unas túnicas negras que no presagiaban sino la muerte absoluta para todos. Una muerte que segó muchas vidas a su paso, entre las que se encontraba la de la joven esposa del señor William, cuyo cuerpo reposaba embalsamado en una de las habitaciones del viejo castillo.
Entonces ocurrió, el amor que el señor sentía se volvió enfermizo, cruel y sádico. Fue entonces cuando comenzó a leer libros sobre artes prohibidas, a rodearse de todos aquellos que decían ser expertos en las oscuras artes de la muerte, con un solo y único propósito, devolver a la vida el cadáver de su bella esposa.

Los días se fueron volviendo cada vez más oscuros, el sol se escondía cada vez antes. Comenzaron a escucharse rumores sobre extrañas prácticas de brujería y rituales profanos que se relacionaban con los nobles del castillo. Lo cierto fue que con el paso del tiempo, las compañías que el señor frecuentaba fueron empeorando, brujas y nigromantes acudían a las llamadas del señor del castillo, los caballeros negros de Silverain partían en busca de sangre y reliquias para cumplir la voluntad de un señor cada vez más demente y desquiciado.

Leyendas se escuchaban, historias sobre muertos que no reposaban en sus tumbas por la noche, sobre casas encantadas, sobre espíritus que rondaban los bosques cercanos y sobre extrañas apariciones o comparsas que se movían al auspicio de la oscuridad nocturna.
El tiempo pasaba lento pero impasible, lo que iba descomponiendo el cuerpo de su amada lentamente, lo que se traducía en una aguda e imperiosa necesidad de encontrar una solución rápida para su situación, pero esta nunca llegó a tiempo. Los nobles de las ciudades cercanas se enteraron de los terribles sucesos que estaban ocurriendo en la oscura Silverain, de modo que sin demora actuaron. Entraron a la fuerza a la ciudad poniendo fin a las pretensiones de William, ejecutando a todo aquel que fuera cómplice suyo y quemando el cuerpo de su difunta esposa hasta quedar reducido a cenizas.
La suerte del señor fue la condena a muerte, ahorcado en el mismo árbol del cementerio, sobe la tumba de su madre, en el que el mismo había ahorcado a sus primeros ajusticiados. William se mostró tranquilo, caminó lentamente hasta la horca y justo en el último instante antes de ser colgado, sonrió a todos los presentes en aquel momento y pronunció unas últimas palabras que resonaron en los corazones de todos los mortales de la ciudad: “Y el mundo llorará sangre y muerte…”. Tras aquella mortal profecía, calló quedando inerte e inmóvil, colgado de la soga.

Ahora nuevos rumores se oyen, rumores que apuntan a que William de Silverain volvió a la vida como no muerto, que nunca murió realmente. Historias que hablan de una nueva oscuridad que se cierne sobre la vieja ciudad, que el estandarte del cuervo y la rosa se vuelve a levantar y que los muertos regresan de las tumba para cobrarse la venganza en nombre de su señor. La verdad es que un nuevo tiempo se cierne sobre el hombre. Y que las almenaras del castillo vuelven a arder con el fulgor mortecino de la condenación