jueves, 24 de abril de 2014

Ganador del certamen literario: Nada para el Recuerdo

Aquí tenéis el microrrelato ganador del certamen literario del 23 de Abril en la UCLM:

“El día de su funeral fue especialmente soleado. Siempre imaginó que incluso el cielo lloraría su ausencia, pero en aquel lugar no había tristeza, ni sollozos. No había pesadumbre. No había nada. La fosa se abría paso desde la yerma superficie hasta las entrañas inconscientes de la tierra, como una metáfora macabra de su propio vacío existencial. Y aún a pesar del sopor mortuorio, su ahora inerte vida se deslizaba frente a las cuencas huecas que tenía por ojos.  Fotograma a fotograma iban formando una película apagada y mediocre. Una existencia vacua, una melodía que se atenuaba a medida que el silencio y el olvido lo devoraban todo. Entonces despertó, abrió los ojos y recordó. Recordó que aún estaba vivo.”

viernes, 18 de abril de 2014

La Historia de la Luna

Alguna vez nos hemos preguntado todos cual es la historia de la luna, ¿Por qué brilla en las noches con diferente forma e intensidad? ¿Por qué siempre a su lado hay un estrella que brilla más que ninguna otra? La luna tiene una historia, una leyenda repleta de magia y amor, un cuento que dice así...


En las noches de luna llena, antiguas historias cuentan, que el viento vaga entre las sombras de hojarasca y los verdes troncos del bosque, arrastrando en su haber las dichosas palabras, con las que un día un caballero logró enamorar a la propia luna.

Cuentan que en la noche de los tiempos, cuando los hombres no eran hombres y los lobos aún aullaban desde los bosques, la bella luna desplegaba su fulgor argenta iluminando con él el cielo nocturno. Era bellísima, como la luz del día a través del ramaje del bosque y también era pura, como las gotas cristalinas de lluvia sobre las flores. Ella, la luna, era perfecta, mas no tenía todo en su haber. A su lado faltaba el amor de quien compartiera sus noches. Muchos fueron los suplicantes que aspiraron a conquistar tal belleza de plata: Las aves nocturnas que volaban alto en el cielo soñaban con alcanzar su resplandor, pero todo intento era inútil. Los osos de las montañas querían obtener uno solo de sus besos, pero nada de ello podían conseguir. Y los lobos, los más nobles de los seres del bosque, peleaban entre si y competían por quien sería el valiente guerrero que embaucaría a la luna. ¿Quién sería digno de tan alta recompensa? ¿Quién lograría alcanzar la victoria y lograr un lugar al lado de la bella luna?

Según avanzaban los días y con ellos las estaciones, el resultado parecía más esquivo, más oscuro cada vez. Desesperada la luna por no poder encontrar un digno pretendiente, comenzó a resentir la frecuencia de sus salidas nocturnas. Al principio todas las noches brillaba llena con su mágico resplandor. Después comenzó a dejarse entrever a veces, a ocultarse otras tantas y a desaparecer del cielo completamente otras pocas. Con el tiempo, sólo una vez al mes la luna aparecía completamente llena en el cielo nocturno, de modo que sus eternos pretendientes también comenzaron a perder su interés. Las aves dejaron de volar tan alto, los osos ya no escalaban las altas cumbres aspirando a sus besos. Y los lobos habían dejado de luchar por ella, llegando sólo a aullar cuando la luna se mostraba plena y luminosa en la noche.

Mas hubo uno que resistió, un joven lobo de la manada del colmillo roto, quien todas las noches, aun cuando la luna no se mostraba presente, aullaba desde lo alto de la roca del acantilado gris. Todas y cada una de las noches lanzaba su grito al viento esperando que la luna oyera su suplica, una canción cantada entre aullidos que rogaba el regreso brillante de la dama de plata. Aquel joven lobo fue el elegido, aquel que no desistió de su empeño de conseguir su brillante amor. La luna comenzó a fijarse en él, noche tras noche, brillando por él, iluminando la oscuridad por él y escuchando su eterna balada de amor. Se fue a enamorar de aquel lobo soñador, rebelde e incansable. Se enamoró perdidamente de él y tanto fue así que permitió que aquel noble ser se uniese a ella en los cielos, compartiendo sus abrazos resplandecientes, sus besos de plata y sus noches de pasión. Y dicen que desde aquel entonces brille o no la luna en el cielo, resplandezca poco o mucho, siempre hay una estrella brillante a su lado. Su lobo fiel que nunca desistió, su amante eterno. Su guardián nocturno. Siempre suyo.

Dedicado a mi Luna, la más brillante de las damas nocturnas y única dueña de mi corazón. Tu símbolo es una luna con una estrella. Esta es la explicación de donde viene ese símbolo y todo lo que eso significa. Es tu historia ,)

domingo, 13 de abril de 2014

Cabeza de Ciervo

Había sido un día largo y difícil, el último de una semana llena de contratiempos. Sin embargo, al llegar a casa tomaba una cena ligera, un baño caliente y se acostaba en la oscuridad de su cuarto, sólo eso bastaba para sentirse mucho mejor. Pero algo había distinto aquella vez. Su siempre cálido y seguro dormitorio era distinto, tenía una extraña sensación. Allí, tendido sobre su propia cama, arropado con sus suaves sábanas se sentía extrañamente observado. Sentía frío, sentía que no estaba solo. Sentía como su una presencia estuviese compartiendo su habitación. Alguien, algo había con él en algún lugar oscuro de su dormitorio.

Giró su rostro sin apenas cambiar de posición sobre la cama y lo vio por primera vez. Permanecía inmóvil y silencioso en uno de los rincones de su cuarto, contemplándolo atentamente desde la oscuridad. Una figura que se erguía envuelta en un raído sudario funerario a modo de túnica, sin dejar que parte alguna de su anatomía se escapase de la negrura de sus vestimentas. No tenía rostro, en su lugar había un desgastado cráneo de ciervo que se erigía como el único punto que no era devorado por las tinieblas; como un espectro de marfil que flotaba en aquel rincón de su dormitorio. Aquel ser lo observaba. No tenía ojos, tan solo dos huecos vacíos sobre la calavera del animal, pero lo observaba fríamente sin realizar ningún movimiento.

Su corazón se encogió dentro de su pecho al contemplar la funesta figura y su aliento se volvió helado y tembloroso. Se retorció entre las sábanas de su cama ante aquella horripilante visión espectral y acudió a encender la luz de su lámpara de noche como primer acto involuntario. Su cuerpo corroído por el miedo tiritaba descontroladamente y casi calló muerto cuando la luz iluminó su cuarto. Pero allí sólo estaba él y su propia sombra, causada por el foco de luz sobre su mesa de noche, que ahora se proyectaba en el rincón.

-Sólo ha sido una pesadilla-. Se dijo a sí mismo mientras observaba detenidamente cada recoveco de su cuarto. Buscaba desesperadamente una respuesta, una explicación inexistente. Aquel lugar simplemente era su dormitorio, eso y nada más. Sin embargo no era capaz de evitar esa sudoración fría recorriéndole la nuca, ese escalofrío a través de su médula y esa angustiosa sensación de tener una mirada clavada tras de sí. Allí sólo estaba él, a solas con sus pesadillas. Quizás solo fuese eso, una simple pesadilla, pero fue incapaz de apagar la luz antes de recostarse de nuevo sobre la cama. Y aún más difícil fue conciliar el sueño después de aquel suceso.

El nuevo día llegó por la mañana y con él la luz del sol a través de su ventana. Había pasado la noche entera sin dormir, alerta y con los ojos abiertos de par en par. Y ni siquiera con los rayos del sol había desaparecido esa sensación fría de su cuerpo. Apenas comió durante aquel día. En su trabajo se mostró torpe y lento, casi parecía como si realizar las labores diarias con lentitud fuese a retrasar la llegada del ocaso y de la noche. Pero finalmente llegó a su destino y se encontró de nuevo allí, tendido sobre su cama, con unas importantes ojeras y un aún más impresionante miedo a la oscuridad.

-¿A la oscuridad?-. Se preguntó a sí mismo. –No, a aquello que habita en la oscuridad-.

Tenía miedo de aquello que podría emanar de las sombras, tenía verdadero pánico a apagar la lámpara de su mesilla. Sentía como si aquella pequeña luz fuese lo único que le protegía de él, de cabeza de ciervo.

-¿Cabeza de ciervo?-. Era increíble, su propio inconsciente le había dado un apodo a aquella pesadilla. Y aún con nombre, aquel ser no dejaba de inmiscuirse en sus pensamientos y perturbar su mente. Necesitaba descansar, ningún hombre puede vivir sin dormir, de modo que realizó un formidable acto de coraje y apagó la luz. Quedando tumbado de espaldas a aquel fatídico rincón de su cuarto. No estaba dispuesto a darle ni una sola oportunidad a aquella pesadilla.

Pero pronto comenzó a sentir esa sensación de sentirse observado. Era como si sintiese su presencia en su espalda, acercándose lentamente. Más y más cerca cada vez. No podía con ello, no era capaz de resistir. Giró lentamente todo su cuerpo hacia la temida oscuridad esperando encontrarse con lo inevitable. Abrió los ojos lentamente y contempló lo que se ocultaba tras las sombras de su cuarto: Nada. No había nada en aquel rincón. Estaba vacío. Respiró aliviado durante un segundo, sin duda solo había sido una ridícula pensadilla. No había nada en la oscuridad. Por un momento se sitió ridículo por haber pensado que tal vez algo lo observaba. Se sintió infantil e inocente, sonrió por ello y volvió a girarse para volver a la posición original. Era hora de volver al descanso.

Giró sobre sí mismo hasta que su visión lo hizo saltar sobre el colchón de su cama. Allí estaba, al borde de su cama. Ese cráneo de ciervo envuelto en una túnica negra, contemplándolo, acechándolo. Gritó, se convulsionó, su corazón latía más rápido que nunca mientras que su cuerpo permanecía inmóvil presa del pavor. Aquel ser se limitó a extender una pálida mano a través del sudario, llevándose el dedo índice a la boca de la calavera, realizando un siniestro gesto de silencio.

Lo sabía, una parte de él sabía que se encontraría a la vuelta con aquella criatura fantasmal. Quizás esa parte de su mente oscura y perturbada que había bautizado al espectro. Durante un segundo su cuerpo pudo reaccionar quedando libre de las ataduras del miedo, acudiendo casi de forma inconsciente a la lamparilla de luz sobre su mesilla. Sin apartar la mirada de aquel cráneo de ciervo, sus manos agarraron el interruptor logrando iluminar de nuevo las tinieblas de su dormitorio. Sombras, sombras se repartían por todos los rincones, pero ni rastro de su espectro, nada quedaba ya de cabeza de ciervo. Había desaparecido bajo la luz de su fiel lámpara de noche.

El nuevo día se sucedió de forma análoga al anterior. Pasó la mayor parte del tiempo con la mirada perdida, vagando en un debate interno. Trataba de convencerse a sí mismo de que aquello no era real, que tan sólo se trataba de una pesadilla, una mala pasada de su mente. Sin duda se trataba de algún problema psicológico de causa desconocida. Eso era lo que quería pensar, pero la realidad era que había pasado dos noches sin dormir y que no podría aguantar mucho tiempo más evitando las garras de Morfeo. Y tal como temía, la noche llegó de nuevo. Por tercera vez se encontraba en su cuarto, iluminado por la luz de la lamparita sobre su mesilla y sumido en un mar de dudas, miedos y terrores nocturnos.

Tenía miedo que quedarse dormido, de bajar la guardia y dejar vía libre para que aquel ser se apoderase de su cuerpo. La luz que emanaba de su mesilla de noche era una barrera que le protegía de sus peores pesadillas, pero fuera e aquel foco de luz todo eran tinieblas. No podía dormir, no podía apagar aquel punto luminoso, no podía afrontar las sombras de su cuarto. Se encontraba totalmente perdido. La oscuridad lo acechaba, el miedo se apoderaba de él, su corazón se encogía y casi sentía como le faltaba el aire de los pulmones, la atmosfera de su cuarto era asfixiante.

A medida que avanzaban las horas el sueño se iba apoderando de él. La luz que emitía la lámpara se mantenía intacta, pero sus ojos lentamente iban cediendo a un espectro mucho más poderoso que el miedo, un fantasma inconquistable: El sueño. Cerraba los párpados para luego volver a abrirlos de golpe, cada vez con una cadencia menor, hasta que finalmente calló en los brazos del dios del sueño, cayó en la oscuridad profunda de la mente dormida.

Cayó en la imperturbable oscuridad donde ninguna luz es capaz de brotar. Cayó y se enterró en lo profundo de sus pesadillas, hasta las raíces mismas del terror. Y allí lo vio, frente a sí, inmóvil, inerte, con aquel raído sudario y aquella calavera de ciervo por cabeza. Lo vio en aquella versión deformada y tenebrosa de su propio cuarto. Su mano se apartó intencionadamente del interruptor de la luz, sabía que no había lugar para la luz en aquel reino. Por un instante no sintió miedo cuando aquel ser se acercó lentamente a arroparlo con su mando ennegrecido por lo siglos. Sólo sintió el abrazo insustancial, frio y silencioso de la muerte, el abrazo sepulcral y eterno de cabeza de ciervo. Se entregó a un sueño de oscuridad y muerte del que jamás despertaría. Del que jamás despertó.

Y es que las viejas historias cuentan que hay veces en las que el espíritu de la muerte se aparece a aquellos destinados a morir. Un espectro de angustia y agonía que te observa desde algún oscuro rincón de tu hogar. Aquellas imágenes que se ocultan tras los espejos, el fantasma invisible que se esconde bajo la cama. El aliento gélido que hace mecer las cortinas cuando no sopla brisa ninguna, la figura que temes encontrarte mientras caminas por los oscuros pasillos de tu casa. O simplemente la visión horripilante de aquel ser observándote desde la oscuridad de tu dormitorio. Acechando tus sueños, envuelto en un sudario negro y coronado por un cráneo de ciervo. Cada noche más cerca de ti, cada hora, cada segundo más cercano a tu final. Te hace sentir esa sensación de sentirte acompañado en la oscuridad de la noche. Adelante, ¿Puedes verlo? Atrévete a buscarlo. ¿Puedes apagar la luz? Atrévete a mirar en los rincones oscuros de tu cuarto.


domingo, 6 de abril de 2014

Abajo entre los Muertos II

-Té-. Respondió fríamente.
-Perdón, ¿Cómo dice?-.
-Tomo té no café, señor…-. Aclaró el forense dirigiéndose a la entrada de la sala.
-Andrew, señor-. Respondió un tanto avergonzado. –Lamento la informalidad de mi actitud, señor Doyle, pero pensábamos que si volvía a casa querría sentirse integrado desde el primer momento-. Añadió mostrando un gesto de excusa.
-“Pensábamos”, ¿Quiénes?-. Preguntó inquisitivamente clavando sus ojos azules en los de su nuevo compañero de trabajo.
-Bueno, verá señor Doyle, todos…-. No pudo evitar lanzar una furtiva mirada al color anaranjado del cabello del forense. –Todos hemos leído el informe sobre su persona; los datos del traslado, su carrera… ya sabe, sana curiosidad de médico forense-. Una falsa y complaciente sonrisa se dibujó sobre sus labios.
Sospechó durante unos breves segundos que ese “todos hemos” más bien se refería a un “yo he”. Al fin y al cabo era sana curiosidad de forense, algo que él comprendía perfectamente.
-Ah, ¿Es usted forense?-. Su mirada se volvió seria, como un lobo jugando con su dócil presa.
-Sí señor Doyle, soy forense auxiliar, bajo su mando señor-. Una extraña sudoración fría comenzó a apoderarse de él mientras pronunciaba aquellas palabras.
Durante un breve instante, Doyle volvió la cabeza lanzando un rápido vistazo a aquella bolsa para cadáveres. El susurro había desaparecido, aquel malsano zumbido que tanto lo atormentaba se había esfumado. Ahora sólo era lo único que siempre había sido, un cuerpo muerto cubierto de plástico negro. Giró de nuevo el rostro hasta su compañero y le dedicó una sonrisa sincera. Una sonrisa impulsada más por la liberación de la obligación de abrir aquel sucio trabajo, que por haber conocido a un simpático subordinado.
-No me llame señor, soy más joven que usted, Andrew. Mi nombre es John, encantado-. Respondió al fin mientras le estrechaba a la mano al perplejo auxiliar. –Y le agradecería que se guardase su curiosidad y sus investigaciones para los cadáveres-. Su tono sonaba serio, pero no amenazante. No lo juzgaba, no podía hacerlo. Sabía cuan territoriales podían llegar a ser los forenses y él hubiese hecho lo mismo si un nuevo médico se fuese a instalar en su territorio. Pero tenía que guardar las apariencias sobre su privacidad. Al fin y al cabo era un profesional.
-Tomemos ese té, Andrew-.

La morgue y sala de autopsias se encontraban al final de un largo y monótono pasillo. Apenas una hilera de focos fluorescentes, los conductos de ventilación y enfriamiento y la siempre sutil advertencia que da la propia pared cuando transforma su yeso grisáceo en azulejos color desinfectante. Llegó tan rápido, tan absorto por su necesidad de trabajar que apenas se dio cuenta de los pequeños detalles que de cualquier otro modo jamás se le habrían escapado. El tenue titileo de algún fluorescente, el olor rancio a productos químicos y la siempre sobrecogedora y desagradable sensación de sentirse destemplado. Fuese donde fuese, esa sensación siempre estaba allí. Concordaba a la perfección con la bata color hueso de Andrew, con las abundantes canas que empezaban a crecer en su pelo moreno y con el azul pálido de sus ojos.

Giraron a la derecha, el pasillo continuaba de la misma manera, a excepción de unas cuantas puertas que se abrían a ambos lados del mismo. Almacenes de pruebas, productos químicos y sólo Dios sabe que más se ocultaría en los sótanos de una central de policía.

-Acogedor, ¿Eh?-. Bromeó Andrew para romper el silencio que se había creado desde que salieron de la morgue. –La primera vez que puse un pie aquí me puso los pelos de punta. ¿Sabe esa sensación…-.
-Posiblemente sea el último lugar en que alguien pensaría para encontrar refugio-. John le interrumpió. –Y sin embargo yo me siento seguro aquí. Estamos solos aquí abajo, entre los muertos, si no le incomoda la presencia de los fallecidos, claro. Con el tiempo uno aprende a temer más la presencia de los vivos, que la de los propios muertos-.
Andrew asintió condescendientemente y John mostró un indiferente gesto de complacencia. Aunque ninguno de los dos quisiese saber en qué pensaba su compañero.
El final del pasillo desembocaba en un ascensor para ascender hasta la comisaría y los distintos despachos y departamentos de la policía de Glasgow. Un viejo montacargas que servía para tanto para transportar trabajadores como trabajo. Ambos se plantaron frente a sus puertas mientras Andrew comprimía el botón de llamada.
-Oiga, John, ¿puedo hacerle una pregunta?-. Dijo volviendo la cabeza hacia su nuevo jefe.
-Adelante-. Respondió sin apartar la mirada de las compuertas del elevador.
-Lo cierto es que he estado leyendo su informe, respecto a aquel incidente en Belfast y…-.
-¿Por qué se metió en esto?-. Volvió a interrumpirle. -¿Por qué decidió que la medicina forense sería lo suyo?-. En ese mismo instante el timbre del ascensor sonó y ante ellos se abrieron las puertas metálicas.
Durante unos segundos ambos se quedaron mirándose en silencio frente al hueco vacío que se había abierto en frente. John con su mirada fija, clavada en los ojos de Andrew. Su compañero con unos ojos temblorosos y dubitativos intentando huir su mirada.
-Justicia-. Respondió al fin. –Es una forma de hacer justicia a quienes ya no tienen voz-.
John colocó su mano sobre el hombro de su subordinado y lo empujó suavemente junto a sí dentro del ascensor, apretando al botón que los elevaría hasta la sala superior.
-A veces, para dar voz a quienes la han perdido, hay que sobreponerse a las circunstancias-. Para cuando hubo pronunciado la última palabra, las puertas se habían cerrado y ambos se elevaban hacia su nuevo destino dentro del edificio.

La sala de ocio para el personal se encontraba en la primera planta del edificio. Un pequeño cuarto con una mesa junto a un par de sillas viejas. Una cafetera un tanto usada, un microondas y unos cuantos elementos comestibles que no tenían muy buena pinta. El toque final lo daba el efecto luminoso que causaba la ya de por si escasa luminosidad escocesa proyectándose a través de la ventana e iluminando un mapa de Glasgow colocado sobre la pared de la sala. Casi como estatuas inmóviles permanecían en su interior dos individuos con corbata y aires de pasividad, disfrutando de una taza de café de mala calidad.

Al entrar en el cuarto de ocio, aquellos dos hombres a penas se inmutaron, como si el asunto no fuese con ellos.
-Estos son los inspectores Patrick Craig y Gibbs McKenet. Inspectores, este es el nuevo forense jefe, el doctor John Doyle-. Casi parecía entusiasmado al decir aquello.
-Hola, ¿Qué hay?-.
-Encantado-.
Aquello confirmaba la teoría de John sobre que Andrew era el único que había sido lo bastante astuto como para comprobar el historial de su nuevo compañero de trabajo. O tal vez lo suficientemente estúpido como para ser el único en delatarse a sí mismo.
-Encantado, señores-. Respondió John mientras se acercaba a estrecharles la mano.
Justo en ese preciso instante la puerta de la sala se abrió tras de ellos, dejando entrar a una mujer rubia con uniforme de trabajo, paso decidido y actitud extrañamente agresiva.
-¡Se acabó el recreo, muchachos, tenemos trabajo!-. Exclamó al entrar.
-Y como no, la siempre encantadora comisaria Kelly-. Añadió burlescamente Andrew, provocando que la recién llegada se dirigiese ante la pareja de médicos forenses.
-Ah, usted debe ser el doctor Doyle, el nuevo forense-.
-Si acabo de llegar y…-.
-Lamento no tener tiempo para presentaciones y protocolos, pero tenemos trabajo. Han hallado un cuerpo-. Fue extraño por un segundo que él fuese el interrumpido.
No estaba acostumbrado a tratar con una personalidad más fuerte que la suya.
-Y tengo un cuerpo esperando abajo, en el depósito-. Consiguió terminar la frase.
Por un instante todos le miraron extrañado. Era raro que alguien prefiriese pasar su tiempo trabajando en aquel frío sótano, antes que salir a la calle e inspeccionar con sus propios ojos la escena de un crimen.
-Por todos los santos, John, vaya a hacer algo de trabajo de campo, le vendrá bien. Yo me ocuparé del cuerpo de allá abajo. Al fin y al cabo soy el forense auxiliar.
Por un instante un flashazo le bombardeó el cerebro. Un escalofrió le recorrió toda la columna y no pudo evitar que la imagen de aquella bolsa negra de plástico tomase el control de su propia mente. Recordó aquellos susurros y el desagradable zumbido. Fue apenas una fracción de segundo, pero se quedó sin habla, incluso le costó pronunciar algo sin tartamudear.

-Pero yo…-.

viernes, 4 de abril de 2014

Abajo entre los Muertos I

La lluvia, la maldita lluvia. Uno jamás podía librarse de aquella malsana costumbre que tenía el cielo por empaparlo todo constantemente. Ni siquiera los difuntos se libraban de su húmedo y pegajoso toque, pensó mientras contemplaba la delicada película de humedad que cubría aquella bolsa para cadáveres. Apenas habían pasado unas horas desde que había llegado a la ciudad, ni siquiera tuvo tiempo de instalarse, cuando el deber reclamó sus servicios. Un servicio para con los vivos y un deber para con los muertos. Al menos pensó que sería su credo cuando decidió estudiar medicina forense en la universidad de Glasgow.

Ahora había vuelto a sus raíces, a su Escocia natal y sin embargo se encontraba allí plantado, frío e inmóvil, frente a un cuerpo aún más frío e inerte. No es que fuera muy distinto del lugar del que venía. El mal tiempo era un mal endémico en todo el Reino Unido y los hombres tenían la mala costumbre de fallecer tanto aquí como allá, independientemente de todo lo demás. Quizás por eso no sitió esa especial calidez al volver a su hogar, porque durante estos años la morgue se había convertido en su nuevo hogar. Y esta tendía a ser todo salvo cálida.

Habían pasado casi 15 años desde el fallecimiento de su madre y desde entonces aún su muerte seguía siendo un interrogante constante en su vida. Quizás fue aquello lo que le impulsó a estudiar aquella profesión. Sentía que tenía un compromiso; hacer justicia a los muertos y dar descanso a los vivos. Y hasta entonces había cumplido intachablemente con su obligación, tanto incluso que en apenas cinco años había sido trasladado y ascendido a forense jefe del departamento de policía de Glasgow. Indudablemente parecía como si tuviera un don para entender a los muertos.

Sin embargo, ahora en su ciudad natal, se sentía extrañamente impotente frente a aquella bolsa fúnebre. Los recuerdos le jugaban malas pasadas, sentía un millar de pensamientos gritando de locura dentro de su mente e incluso se sentía un tanto mareado ante la sola perspectiva de abrir aquel recipiente de plástico y encontrar su rostro pálido dentro. No podía afrontarlo, era algo que encogía su corazón y le daba nauseas. Incluso sentía como si un extraño zumbido, como un susurro, emanase imperceptible de aquella bolsa negra. 

Lo llamaba, lo atraía hacia sí. Era repulsivo pero a la vez atrayente. Sentía que debía abrir la bolsa, sentía que debía enfrentarse a algo. Se acercó lentamente extendiendo su mano sobre la cremallera de metal frío. Por alguna razón su corazón latía a un ritmo demencial, bombeando sangre a todo su cuerpo. Latía, gritaba dentro de su pecho y aquel susurro se intensificaba. Se acercaba más y más. Agarró la cremallera y un sonido seco y duplicado le sobresaltó.

-El doctor Doyle, supongo. No nos han presentado-. Dijo una voz extrañamente amigable a la vez que llamaba a la puerta entre abierta. –Oh, por el amor de Dios, acaba de llegar y ya está con trabajo, ahora entiendo cómo ha ascendido tan rápido-. Bromeaba para romper el hielo. –Venga a tomar un café y a presentarse. Ese trabajo suyo creo que… puede esperar un poco más, ¿No cree?-. Sugirió con una sonrisa complaciente.