domingo, 6 de abril de 2014

Abajo entre los Muertos II

-Té-. Respondió fríamente.
-Perdón, ¿Cómo dice?-.
-Tomo té no café, señor…-. Aclaró el forense dirigiéndose a la entrada de la sala.
-Andrew, señor-. Respondió un tanto avergonzado. –Lamento la informalidad de mi actitud, señor Doyle, pero pensábamos que si volvía a casa querría sentirse integrado desde el primer momento-. Añadió mostrando un gesto de excusa.
-“Pensábamos”, ¿Quiénes?-. Preguntó inquisitivamente clavando sus ojos azules en los de su nuevo compañero de trabajo.
-Bueno, verá señor Doyle, todos…-. No pudo evitar lanzar una furtiva mirada al color anaranjado del cabello del forense. –Todos hemos leído el informe sobre su persona; los datos del traslado, su carrera… ya sabe, sana curiosidad de médico forense-. Una falsa y complaciente sonrisa se dibujó sobre sus labios.
Sospechó durante unos breves segundos que ese “todos hemos” más bien se refería a un “yo he”. Al fin y al cabo era sana curiosidad de forense, algo que él comprendía perfectamente.
-Ah, ¿Es usted forense?-. Su mirada se volvió seria, como un lobo jugando con su dócil presa.
-Sí señor Doyle, soy forense auxiliar, bajo su mando señor-. Una extraña sudoración fría comenzó a apoderarse de él mientras pronunciaba aquellas palabras.
Durante un breve instante, Doyle volvió la cabeza lanzando un rápido vistazo a aquella bolsa para cadáveres. El susurro había desaparecido, aquel malsano zumbido que tanto lo atormentaba se había esfumado. Ahora sólo era lo único que siempre había sido, un cuerpo muerto cubierto de plástico negro. Giró de nuevo el rostro hasta su compañero y le dedicó una sonrisa sincera. Una sonrisa impulsada más por la liberación de la obligación de abrir aquel sucio trabajo, que por haber conocido a un simpático subordinado.
-No me llame señor, soy más joven que usted, Andrew. Mi nombre es John, encantado-. Respondió al fin mientras le estrechaba a la mano al perplejo auxiliar. –Y le agradecería que se guardase su curiosidad y sus investigaciones para los cadáveres-. Su tono sonaba serio, pero no amenazante. No lo juzgaba, no podía hacerlo. Sabía cuan territoriales podían llegar a ser los forenses y él hubiese hecho lo mismo si un nuevo médico se fuese a instalar en su territorio. Pero tenía que guardar las apariencias sobre su privacidad. Al fin y al cabo era un profesional.
-Tomemos ese té, Andrew-.

La morgue y sala de autopsias se encontraban al final de un largo y monótono pasillo. Apenas una hilera de focos fluorescentes, los conductos de ventilación y enfriamiento y la siempre sutil advertencia que da la propia pared cuando transforma su yeso grisáceo en azulejos color desinfectante. Llegó tan rápido, tan absorto por su necesidad de trabajar que apenas se dio cuenta de los pequeños detalles que de cualquier otro modo jamás se le habrían escapado. El tenue titileo de algún fluorescente, el olor rancio a productos químicos y la siempre sobrecogedora y desagradable sensación de sentirse destemplado. Fuese donde fuese, esa sensación siempre estaba allí. Concordaba a la perfección con la bata color hueso de Andrew, con las abundantes canas que empezaban a crecer en su pelo moreno y con el azul pálido de sus ojos.

Giraron a la derecha, el pasillo continuaba de la misma manera, a excepción de unas cuantas puertas que se abrían a ambos lados del mismo. Almacenes de pruebas, productos químicos y sólo Dios sabe que más se ocultaría en los sótanos de una central de policía.

-Acogedor, ¿Eh?-. Bromeó Andrew para romper el silencio que se había creado desde que salieron de la morgue. –La primera vez que puse un pie aquí me puso los pelos de punta. ¿Sabe esa sensación…-.
-Posiblemente sea el último lugar en que alguien pensaría para encontrar refugio-. John le interrumpió. –Y sin embargo yo me siento seguro aquí. Estamos solos aquí abajo, entre los muertos, si no le incomoda la presencia de los fallecidos, claro. Con el tiempo uno aprende a temer más la presencia de los vivos, que la de los propios muertos-.
Andrew asintió condescendientemente y John mostró un indiferente gesto de complacencia. Aunque ninguno de los dos quisiese saber en qué pensaba su compañero.
El final del pasillo desembocaba en un ascensor para ascender hasta la comisaría y los distintos despachos y departamentos de la policía de Glasgow. Un viejo montacargas que servía para tanto para transportar trabajadores como trabajo. Ambos se plantaron frente a sus puertas mientras Andrew comprimía el botón de llamada.
-Oiga, John, ¿puedo hacerle una pregunta?-. Dijo volviendo la cabeza hacia su nuevo jefe.
-Adelante-. Respondió sin apartar la mirada de las compuertas del elevador.
-Lo cierto es que he estado leyendo su informe, respecto a aquel incidente en Belfast y…-.
-¿Por qué se metió en esto?-. Volvió a interrumpirle. -¿Por qué decidió que la medicina forense sería lo suyo?-. En ese mismo instante el timbre del ascensor sonó y ante ellos se abrieron las puertas metálicas.
Durante unos segundos ambos se quedaron mirándose en silencio frente al hueco vacío que se había abierto en frente. John con su mirada fija, clavada en los ojos de Andrew. Su compañero con unos ojos temblorosos y dubitativos intentando huir su mirada.
-Justicia-. Respondió al fin. –Es una forma de hacer justicia a quienes ya no tienen voz-.
John colocó su mano sobre el hombro de su subordinado y lo empujó suavemente junto a sí dentro del ascensor, apretando al botón que los elevaría hasta la sala superior.
-A veces, para dar voz a quienes la han perdido, hay que sobreponerse a las circunstancias-. Para cuando hubo pronunciado la última palabra, las puertas se habían cerrado y ambos se elevaban hacia su nuevo destino dentro del edificio.

La sala de ocio para el personal se encontraba en la primera planta del edificio. Un pequeño cuarto con una mesa junto a un par de sillas viejas. Una cafetera un tanto usada, un microondas y unos cuantos elementos comestibles que no tenían muy buena pinta. El toque final lo daba el efecto luminoso que causaba la ya de por si escasa luminosidad escocesa proyectándose a través de la ventana e iluminando un mapa de Glasgow colocado sobre la pared de la sala. Casi como estatuas inmóviles permanecían en su interior dos individuos con corbata y aires de pasividad, disfrutando de una taza de café de mala calidad.

Al entrar en el cuarto de ocio, aquellos dos hombres a penas se inmutaron, como si el asunto no fuese con ellos.
-Estos son los inspectores Patrick Craig y Gibbs McKenet. Inspectores, este es el nuevo forense jefe, el doctor John Doyle-. Casi parecía entusiasmado al decir aquello.
-Hola, ¿Qué hay?-.
-Encantado-.
Aquello confirmaba la teoría de John sobre que Andrew era el único que había sido lo bastante astuto como para comprobar el historial de su nuevo compañero de trabajo. O tal vez lo suficientemente estúpido como para ser el único en delatarse a sí mismo.
-Encantado, señores-. Respondió John mientras se acercaba a estrecharles la mano.
Justo en ese preciso instante la puerta de la sala se abrió tras de ellos, dejando entrar a una mujer rubia con uniforme de trabajo, paso decidido y actitud extrañamente agresiva.
-¡Se acabó el recreo, muchachos, tenemos trabajo!-. Exclamó al entrar.
-Y como no, la siempre encantadora comisaria Kelly-. Añadió burlescamente Andrew, provocando que la recién llegada se dirigiese ante la pareja de médicos forenses.
-Ah, usted debe ser el doctor Doyle, el nuevo forense-.
-Si acabo de llegar y…-.
-Lamento no tener tiempo para presentaciones y protocolos, pero tenemos trabajo. Han hallado un cuerpo-. Fue extraño por un segundo que él fuese el interrumpido.
No estaba acostumbrado a tratar con una personalidad más fuerte que la suya.
-Y tengo un cuerpo esperando abajo, en el depósito-. Consiguió terminar la frase.
Por un instante todos le miraron extrañado. Era raro que alguien prefiriese pasar su tiempo trabajando en aquel frío sótano, antes que salir a la calle e inspeccionar con sus propios ojos la escena de un crimen.
-Por todos los santos, John, vaya a hacer algo de trabajo de campo, le vendrá bien. Yo me ocuparé del cuerpo de allá abajo. Al fin y al cabo soy el forense auxiliar.
Por un instante un flashazo le bombardeó el cerebro. Un escalofrió le recorrió toda la columna y no pudo evitar que la imagen de aquella bolsa negra de plástico tomase el control de su propia mente. Recordó aquellos susurros y el desagradable zumbido. Fue apenas una fracción de segundo, pero se quedó sin habla, incluso le costó pronunciar algo sin tartamudear.

-Pero yo…-.

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