Había sido un día largo y difícil,
el último de una semana llena de contratiempos. Sin embargo, al llegar a casa
tomaba una cena ligera, un baño caliente y se acostaba en la oscuridad de su
cuarto, sólo eso bastaba para sentirse mucho mejor. Pero algo había distinto
aquella vez. Su siempre cálido y seguro dormitorio era distinto, tenía una
extraña sensación. Allí, tendido sobre su propia cama, arropado con sus suaves
sábanas se sentía extrañamente observado. Sentía frío, sentía que no estaba
solo. Sentía como su una presencia estuviese compartiendo su habitación.
Alguien, algo había con él en algún lugar oscuro de su dormitorio.
Giró su rostro sin apenas cambiar
de posición sobre la cama y lo vio por primera vez. Permanecía inmóvil y
silencioso en uno de los rincones de su cuarto, contemplándolo atentamente
desde la oscuridad. Una figura que se erguía envuelta en un raído sudario
funerario a modo de túnica, sin dejar que parte alguna de su anatomía se
escapase de la negrura de sus vestimentas. No tenía rostro, en su lugar había
un desgastado cráneo de ciervo que se erigía como el único punto que no era
devorado por las tinieblas; como un espectro de marfil que flotaba en aquel
rincón de su dormitorio. Aquel ser lo observaba. No tenía ojos, tan solo dos
huecos vacíos sobre la calavera del animal, pero lo observaba fríamente sin
realizar ningún movimiento.
Su corazón se encogió dentro de
su pecho al contemplar la funesta figura y su aliento se volvió helado y
tembloroso. Se retorció entre las sábanas de su cama ante aquella horripilante
visión espectral y acudió a encender la luz de su lámpara de noche como primer
acto involuntario. Su cuerpo corroído por el miedo tiritaba descontroladamente
y casi calló muerto cuando la luz iluminó su cuarto. Pero allí sólo estaba él y
su propia sombra, causada por el foco de luz sobre su mesa de noche, que ahora
se proyectaba en el rincón.
-Sólo ha sido una pesadilla-. Se
dijo a sí mismo mientras observaba detenidamente cada recoveco de su cuarto.
Buscaba desesperadamente una respuesta, una explicación inexistente. Aquel
lugar simplemente era su dormitorio, eso y nada más. Sin embargo no era capaz
de evitar esa sudoración fría recorriéndole la nuca, ese escalofrío a través de
su médula y esa angustiosa sensación de tener una mirada clavada tras de sí. Allí
sólo estaba él, a solas con sus pesadillas. Quizás solo fuese eso, una simple
pesadilla, pero fue incapaz de apagar la luz antes de recostarse de nuevo sobre
la cama. Y aún más difícil fue conciliar el sueño después de aquel suceso.
El nuevo día llegó por la mañana
y con él la luz del sol a través de su ventana. Había pasado la noche entera
sin dormir, alerta y con los ojos abiertos de par en par. Y ni siquiera con los
rayos del sol había desaparecido esa sensación fría de su cuerpo. Apenas comió
durante aquel día. En su trabajo se mostró torpe y lento, casi parecía como si
realizar las labores diarias con lentitud fuese a retrasar la llegada del ocaso
y de la noche. Pero finalmente llegó a su destino y se encontró de nuevo allí,
tendido sobre su cama, con unas importantes ojeras y un aún más impresionante
miedo a la oscuridad.
-¿A la oscuridad?-. Se preguntó a
sí mismo. –No, a aquello que habita en la oscuridad-.
Tenía miedo de aquello que podría
emanar de las sombras, tenía verdadero pánico a apagar la lámpara de su
mesilla. Sentía como si aquella pequeña luz fuese lo único que le protegía de
él, de cabeza de ciervo.
-¿Cabeza de ciervo?-. Era increíble,
su propio inconsciente le había dado un apodo a aquella pesadilla. Y aún con
nombre, aquel ser no dejaba de inmiscuirse en sus pensamientos y perturbar su
mente. Necesitaba descansar, ningún hombre puede vivir sin dormir, de modo que
realizó un formidable acto de coraje y apagó la luz. Quedando tumbado de
espaldas a aquel fatídico rincón de su cuarto. No estaba dispuesto a darle ni
una sola oportunidad a aquella pesadilla.
Pero pronto comenzó a sentir esa
sensación de sentirse observado. Era como si sintiese su presencia en su
espalda, acercándose lentamente. Más y más cerca cada vez. No podía con ello,
no era capaz de resistir. Giró lentamente todo su cuerpo hacia la temida
oscuridad esperando encontrarse con lo inevitable. Abrió los ojos lentamente y
contempló lo que se ocultaba tras las sombras de su cuarto: Nada. No había nada
en aquel rincón. Estaba vacío. Respiró aliviado durante un segundo, sin duda
solo había sido una ridícula pensadilla. No había nada en la oscuridad. Por un
momento se sitió ridículo por haber pensado que tal vez algo lo observaba. Se
sintió infantil e inocente, sonrió por ello y volvió a girarse para volver a la
posición original. Era hora de volver al descanso.
Giró sobre sí mismo hasta que su
visión lo hizo saltar sobre el colchón de su cama. Allí estaba, al borde de su
cama. Ese cráneo de ciervo envuelto en una túnica negra, contemplándolo, acechándolo.
Gritó, se convulsionó, su corazón latía más rápido que nunca mientras que su
cuerpo permanecía inmóvil presa del pavor. Aquel ser se limitó a extender una
pálida mano a través del sudario, llevándose el dedo índice a la boca de la
calavera, realizando un siniestro gesto de silencio.
Lo sabía, una parte de él sabía
que se encontraría a la vuelta con aquella criatura fantasmal. Quizás esa parte
de su mente oscura y perturbada que había bautizado al espectro. Durante un
segundo su cuerpo pudo reaccionar quedando libre de las ataduras del miedo,
acudiendo casi de forma inconsciente a la lamparilla de luz sobre su mesilla.
Sin apartar la mirada de aquel cráneo de ciervo, sus manos agarraron el
interruptor logrando iluminar de nuevo las tinieblas de su dormitorio. Sombras,
sombras se repartían por todos los rincones, pero ni rastro de su espectro,
nada quedaba ya de cabeza de ciervo. Había desaparecido bajo la luz de su fiel
lámpara de noche.
El nuevo día se sucedió de forma análoga
al anterior. Pasó la mayor parte del tiempo con la mirada perdida, vagando en
un debate interno. Trataba de convencerse a sí mismo de que aquello no era
real, que tan sólo se trataba de una pesadilla, una mala pasada de su mente.
Sin duda se trataba de algún problema psicológico de causa desconocida. Eso era
lo que quería pensar, pero la realidad era que había pasado dos noches sin
dormir y que no podría aguantar mucho tiempo más evitando las garras de Morfeo.
Y tal como temía, la noche llegó de nuevo. Por tercera vez se encontraba en su
cuarto, iluminado por la luz de la lamparita sobre su mesilla y sumido en un
mar de dudas, miedos y terrores nocturnos.
Tenía miedo que quedarse dormido,
de bajar la guardia y dejar vía libre para que aquel ser se apoderase de su
cuerpo. La luz que emanaba de su mesilla de noche era una barrera que le protegía
de sus peores pesadillas, pero fuera e aquel foco de luz todo eran tinieblas.
No podía dormir, no podía apagar aquel punto luminoso, no podía afrontar las
sombras de su cuarto. Se encontraba totalmente perdido. La oscuridad lo
acechaba, el miedo se apoderaba de él, su corazón se encogía y casi sentía como
le faltaba el aire de los pulmones, la atmosfera de su cuarto era asfixiante.
A medida que avanzaban las horas
el sueño se iba apoderando de él. La luz que emitía la lámpara se mantenía
intacta, pero sus ojos lentamente iban cediendo a un espectro mucho más
poderoso que el miedo, un fantasma inconquistable: El sueño. Cerraba los
párpados para luego volver a abrirlos de golpe, cada vez con una cadencia
menor, hasta que finalmente calló en los brazos del dios del sueño, cayó en la
oscuridad profunda de la mente dormida.
Cayó en la imperturbable
oscuridad donde ninguna luz es capaz de brotar. Cayó y se enterró en lo
profundo de sus pesadillas, hasta las raíces mismas del terror. Y allí lo vio,
frente a sí, inmóvil, inerte, con aquel raído sudario y aquella calavera de
ciervo por cabeza. Lo vio en aquella versión deformada y tenebrosa de su propio
cuarto. Su mano se apartó intencionadamente del interruptor de la luz, sabía
que no había lugar para la luz en aquel reino. Por un instante no sintió miedo
cuando aquel ser se acercó lentamente a arroparlo con su mando ennegrecido por
lo siglos. Sólo sintió el abrazo insustancial, frio y silencioso de la muerte,
el abrazo sepulcral y eterno de cabeza de ciervo. Se entregó a un sueño de
oscuridad y muerte del que jamás despertaría. Del que jamás despertó.
Y es que las viejas historias
cuentan que hay veces en las que el espíritu de la muerte se aparece a aquellos
destinados a morir. Un espectro de angustia y agonía que te observa desde algún
oscuro rincón de tu hogar. Aquellas imágenes que se ocultan tras los espejos,
el fantasma invisible que se esconde bajo la cama. El aliento gélido que hace
mecer las cortinas cuando no sopla brisa ninguna, la figura que temes
encontrarte mientras caminas por los oscuros pasillos de tu casa. O simplemente
la visión horripilante de aquel ser observándote desde la oscuridad de tu
dormitorio. Acechando tus sueños, envuelto en un sudario negro y coronado por
un cráneo de ciervo. Cada noche más cerca de ti, cada hora, cada segundo más
cercano a tu final. Te hace sentir esa sensación de sentirte acompañado en la
oscuridad de la noche. Adelante, ¿Puedes verlo? Atrévete a buscarlo. ¿Puedes
apagar la luz? Atrévete a mirar en los rincones oscuros de tu cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario