martes, 26 de noviembre de 2013

Soldado de Dios

Una sonrisa se dibujó en su empapado rostro... pero, no era la seguridad falsa y arrogante que le proporcionaba su espada tintada en sangre lo que causaba su sonrisa, ni siquiera la casi blasfema maldición que profería su mirada al contemplar como el Infierno se desataba en la Tierra, sin duda, aquella era la vana sonrisa del loco desesperanzado frente a los ojos de la muerte.

A diferencia del árido y seco desierto, en aquel abandonado rincón del mundo la lluvia avasallaba la tierra de una forma violenta e imperecedera. Casi parecía que toda la enfangada superficie del suelo sobre la que erigían sus pies iba a sucumbir ahogada por aquella tempestad cruel e insaciable.

Sabía que aquello no era Jerusalén, había pasado mucho tiempo desde que dejara atrás la ciudad santa para caer en la condenación del tormento en vida. Pero, ¿Quien era él, no juez si no verdugo, para contrariar la voluntad de Dios? ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar por cumplir los designios divinos? Haría llover sangre infiel del cielo, para con paciencia esperar humildemente la recompensa eterna, la justicia universal. Pero aquellos no eran infieles, su tabardo blanco y embarrado aun portaba el emblema de la cruz negra, pero aquellos infelices... aquellos no eran paganos ni infieles, eran sus hermanos, eran iguales ante una misma fe y sin embargo la sentencia divina retumbaba en su mente; muerte para todos.

Dudó por un segundo, el trueno retumbaba en la distancia y el sonido de la lluvia era ensordecedor, pero él se mantenía sordo y ajeno a cuanto ocurriera a su alrededor. Sus dedos sostenían firmemente su herramienta de acero y muerte como si de una prolongación más de su cuerpo se tratara. Era casi grácil, con gran sensualidad, la forma en la que las diminutas gotas de agua resbalaban zigzagueantes a través del acero, tiñéndose escarlatas a su paso para precipitarse desde su afilada punta hasta el anegado suelo. Y justo en ese preciso instante en que una cota tinta en carmesí golpeó la tierra, cuando dudó; dudó de su cometido, dudó del precio de la vida, del coste de la muerte, dudó de Dios y de su infinito amor a sus hijos humanos... pero sobre todo, dudó de si mismo, de su propia voluntad que ahora se desmoronaba sobre el húmedo campo de batalla, ¿Era aquella forma de cumplir sus sueños? Aun cuando el olor a sangre y a masacre lo impregnaba todo, él se paró y dudó, tal vez el diablo había sembrado su semilla en él en ese preciso instante, pero bastó un segundo de reflexión para comprender la futilidad de toda una vida... y lloró, derramó sus lágrimas como un niño, como el cielo derramaba las suyas sobre la calada tierra. El peso de la vida, el beso de la muerte, en ese mismo instante su alma cayó, sollozante y desnuda, en el Infierno... y lloró como jamás lo había hecho.


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