jueves, 1 de marzo de 2012

Lágrimas de Sangre




El oficial contemplaba su propia imagen frente al espejo a la vez que realizaba un gesto de amargo orgullo con sus finos pero bien marcados labios.
Se pasó su mano por la cabeza descubierta, notando a la perfección como sus cabellos gruesos y recortados de brillante color áureo se le escapaban entre las yemas de sus dedos. Acto seguido acarició su rostro, percatándose de la ausencia de barba incipiente, mientras se regalaba a sí mismo un gesto de aprobación con la cabeza.
Se ajustó el uniforme color azabache, abrochando los últimos botones del mismo y apretándose un centímetro más la asfixiante corbata.
Sus ojos azules hielo, no se perdían ni un solo instante de aquel ritual, reflejados en el cristal del espejo lo contemplaban todo. Solo un momento la vista se apartó de sí mismo y fue para contemplar como el águila y la calavera remataban el yelmo de tela oscura, que yacía a su lado, y que conformaba el resto del uniforme militar.
El vago y carraspeante sonido de un viejo motor al acercarse llamó su atención. Segundos más tarde un hombrecillo menudo y con un uniforme de aspecto desaliñado apareció por la puerta de la tienda de campaña y levantando en brazo en señal de saludo dijo:
-Mein Coronel, ¡lo tenemos!-. Exclamó sin vacilar con una agotada sonrisa en los labios.
El oficial asintió de forma arrogante, se colocó la gorra militar y la ajustó. A continuación siguió al soldado fuera de la tienda, hasta llegar a un viejo y decolorado coche.
Aquel árido paisaje desértico producía una extraña sensación en la vista, la agotaba, la cargaba de imágenes color arena y barro que no la abandonaban ni en los más profundos sueños.
El motor de aquella pieza metálica sobre ruedas producía un sonido sordo y seco que camuflaba todo lo demás y que en ocasiones podía llegar a ser realmente molesto.
-La arena del desierto no le sienta nada bien a estos viejos trastos-. Dijo el soldado con una falsa sonrisa a un coronel que ni siquiera se molesto en mirarle, mucho menos en dirigirle palabra alguna.
Su vista se centraba en su entorno. Tiendas de campaña, soldados, enormes cajas cargadas de ancestrales secretos y objetos milenarios. Nada de ello lo impresionaba. Él se mantenía firme, con su mente fría, pensando tan solo en su objetivo, tal y como haría un fiel soldado perfecto.
El vehículo se detuvo al llegar a una monumental construcción de roca caliza que sobresalía en mitad del árido paisaje como una gigantesca roca levantada por todopoderosos dioses pasados.
Una docena de manos levantadas en alto lo recibían frente a la entrada de aquel monstruoso elemento arquitectónico.
-Mein Coronel-. –Mein Coronel-. –Mein Coronel-. Decían aquellos hombres al paso del oficial que parecía hacer caso omiso de aquellas voces sumisas que lo saludaban fervientemente. Tan solo una única voz llamó su atención dentro de aquel entorno hostil de arena y sumisión perpetua.
-Herr Dietrich. Hemos realizado grandes progresos-. Afirmaba una alegre voz apagada, mientras el hombre dueño de aquella voz, un hombre mayor envuelto en una bata blanca y amarillenta, le estrechaba la mano. –Por favor, acompáñeme-. Añadió introduciéndose con los soldados en el interior de la estructura de roca.
El oficial se limitó a realizar un gesto de afirmación y a dibujar una vaga sonrisa en su rostro antes de introducirse en el interior.
Oscuridad y nada mas era lo que había allí dentro, oscuridad tan solo rota por el fulgente y pálido brillo de unos focos eléctricos que, colocados a lo largo de los laberinticos e infinitos pasadizos del la estructura subterránea, arrojaban un poco de luz, la mínima para poder saber por dónde caminabas.
-Por fin lo tenemos, Herr Dietrich, no quise desvelarlo sin usted delante-. Decía el hombre en bata mientras caminaban a través de la oscuridad. –El Führer estará francamente orgulloso de esto-. Añadió entre carcajadas.
-No me cabe duda de eso-. Respondió por primera vez el oficial con aspecto severo.
La comitiva militar se detuvo al llegar a una gran sala rectangular, iluminada por focos de luz en cada uno de sus cuatro vértices, que enfocaban directamente y grandioso sarcófago realizado en roca, oro y piedras preciosas.
Aquella obra maestra del arte suntuario reposaba inmóvil en la oscuridad de la sepultada cámara ajena al paso de los tiempos, representando la férrea figura de un dios muerto hace milenios.
Pero no era aquello lo que llamaba la atención del coronel, sino el símbolo labrado y ornamentado que aparecía grabado sobre la frente de aquella efigie divina. Sus cuatro brazos cruzados como los emblemas y estandartes, su diseño perfecto y geométrico brilló en los ojos del oficial.
-Si observa los intrincados jeroglíficos de su diseño comprobará…-. Decía el científico señalando los grabados del sarcófago.
-¡Abridlo, ya!-. Le interrumpió el oficial.
-Con el debido respeto, Mein Coronel, pero no sabemos qué ocurriría si…-. Balbuceaba.
-Con el debido respeto, Doctor, su trabajo ha concluido, de modo que no exceda sus funciones-. Le increpó. – ¡Abridlo!-. Ordenó de nuevo.
Un grupo de soldados se abalanzó sobre el sarcófago y comenzaron a hacer fuerza con el objetivo de abrirlo. Los focos que iluminaban la estancia comenzaron a fallar momentáneamente, provocando un extraño zumbido.
- Dietrich, le suplico que reconsidere la opción de…-. Decía el doctor agarrando por el uniforme al militar.
El coronel se revolvió y lo apartó de un fuerte golpe.
-Apartad a este cobarde de mí-. Ordenó a unos soldados, que acto seguido lo sujetaron apartándolo a un rincón de la estancia.
En un último esfuerzo los soldados consiguieron remover la tapa que cubría el sarcófago, precipitándola contra el suelo en mitad de un ruido sordo y nubes de polvo, y desvelando a una podrida momia cubierta de viejos abalorios.
Por un segundo la luz abandonó los focos, dejando a todos los militares y al doctor, envueltos en una tinieblas confusas y penetrantes. Un vago rumor se escuchó, un murmullo que se introdujo a través de los resquebrajados muros de piedra.
Segundos más tarde la luz volvió a iluminar la estancia, haciendo suspirar al científico.
El oficial de acercó a la tumba abierta y comenzó a rebuscar entre las mortuorias joyas que adornaban el cadáver. Sabía perfectamente lo que buscaba y no pararía hasta encontrarlo.
Y lo encontró. De entre aquellas podridas y corroídas joyas extrajo algo, una pequeña piedra que tenia grabado algo muy especial. Esto era el mismo símbolo que el sarcófago poseía en su tapa, aquel diseño geométrico perfecto: la esvástica.
El coronel lo contempló con una sonrisa en los labios, pero por poco tiempo ya que segundos después de haber sacado el preciado objeto la luz de los focos comenzó a fallar, rebajando la sonrisa del militar y dejando todo nuevamente en la más absoluta oscuridad.
-¡Luz, maldita sea! ¡Necesito luz!-. Gritaba y ordenaba el coronel.
-Si, Mein Coronel-. Respondieron varios soldados mientras buscaban entre sus pertrechos unas linternas.
Pero cuando la luz de las linternas volvió a iluminar la estancia, algo había cambiado. Un apagado sonido, una sombra que se acercaba reptando por la fría roca del subsuelo asta materializarse en unas extrañas fauces informes, pero con unos dientes que comenzaron a desgarrar la carne.
Los gritos de dolor comenzaron a irrumpir en el silencio de la oscuridad. El sonido seco de las armas de fuego que se disparaban en la sala y el fulgor que producían se sumaba a la delicada y escasa luz que podían producir las linternas. La justa para observar como aquellas criaturas de oscuridad despedazaban a los soldados.
El coronel desenfundó su pistola luger, mientras con la mano contraria sujetaba firmemente aquel amuleto y se dispuso a abandonar aquel lugar, atravesando los oscuros pasadizos.
-Mein Coronel, ha desatado el infierno-. Dijo exhausto y tembloroso el científico, interponiéndose en su camino.
-¡Apártese de mi camino, doctor!-. Respondió de forma violenta y mostrando un extraño gesto en su rostro.
Una de las criaturas de las sombras se materializó tras la figura del angustiado científico, atravesando su pecho con una de sus extremidades de tinieblas y clavando unos dientes, que se sostenían en un vapor azabache, en su cuello, arrastrándolo hacia la oscuridad de la tumba.
La sangre salpicó el uniforme del coronel. Sangre, ese fluido carmesí era lo único que se podía observar en medio de aquella oscuridad, un brillante fulgor rojizo que se extendía por todo aquel reino de tinieblas que recientemente se había desatado.
El oficial, empapado en sangre, andaba a tientas, recorriendo los laberinticos pasadizos, intentando hacer caso omiso de los gritos de dolor que resonaban como ecos infernales a través de la roca y que lentamente se iban difuminando en las profundidades del subsuelo.
Rezaba a un Dios en el que no creía, rezaba solo por poder ver la luz del sol un día más.
La suerte o el azar lo condujo hasta una sala adaptada como centro de operaciones para la excavación de modo que cerrando la artificial puerta tras de sí, se dispuso a buscar luz y protección.
Unos viejos faroles de gas, armas y municiones y poco mas había allí. Salvo una ajada bandera escarlata con su símbolo negro sobre fondo blanco, que desentonaba con la rugosidad de las paredes de la estancia.
Miró ensimismado el extraño amuleto de su mano, pero la ensimismación le duró poco, ya que la sombra estaba allí, le había encontrado.
Convulso, agarró un arma de las que había allí, un arma de asalto. La cargó y apretando el gatillo a la vez que gritaba descargó toda una ráfaga de balas sobre aquella oscuridad, vació el cargador volvió a repetir el proceso, pero nada servía, nada, aquella sombra seguía avanzando hacia él.
Abatido y sin esperanza, cayó de rodillas junto a la tenue luz que aquel farol propiciaba, pero que pasados unos segundos también se desvaneció dejándolo solo junto a sus pesadillas.
Sentía el miedo, sentía como se acercaban, sentía como la boca del infierno se abría ante él y como un millar de criaturas infernales lo arrastraban a su interior.
Con la mano temblorosa, sujetó su luger y la elevó hasta colocarla de forma que el cañón del arma quedó introducido en su boca.
Millones de imágenes pasaron frente a sí, sueños, alegrías, esperanzas y tristezas. Todo. Y al final aquella oscuridad que poblaba sus pesadillas.
Un sonido seco pobló la estancia y después, solo silencio y oscuridad.
Una bandera tintada con los restos sangrantes de un disparo, un cuerpo inmóvil e inerte tendido en el suelo y un amuleto ancestral teñido con la sangre de la muerte.

Tränen aus Blut
Egipto, 1941



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