domingo, 18 de mayo de 2014

El Amor de una Madre

Estaba el sepulturero arreglando el cementerio, manteniendo los útiles que existían. Ensimismado en su trabajo cuando, de golpe, escuchó una voz de mujer. Era una voz suave, melódica, la percibía como un susurro. Miró hacia dónde provenía la voz, pero no vio a nadie. Con su cabeza levantada lanzó una mira atenta intentado escudriñar el horizonte del cementerio, pero allí entre las lapidas no logró ver nada. El atardecer llenaba todo con sus anaranjados destellos otoñales, su hora de trabajo tocaba a su fin, de modo que continuó con sus quehaceres próximos a concluir. De pronto volvió a escuchar aquella voz, esta vez más intensa y clara, más reconocible. No había duda, era la voz de su querida madre, su madre muerta hace más de ocho años. Lo llamaba angustiada, gritaba su nombre. En ese mismo instante el sepulturero dejó caer toda las herramientas que tenía en la mano y comenzó a correr entre el laberinto de lápidas. «Madre, madre», gritaba desesperado intentado encontrar el origen de tan fantasmales palabras d su madre fallecida. Hasta que por fin localizó el lugar del que provenían. Empujó la losa para dejar al descubierto la fosa del enterramiento y en un alarde de locura reventó la caja de pino descubriendo para su sorpresa que aquella tumba estaba vacía. Una mueca de enfermizo asombro de dibujó en su rostro, aquella era sin duda la tumba de su difunta madre, pero no había rastro alguno del cadáver.

En esos instantes, el ocaso se había apoderado de todo el cementerio y la noche comenzaba a oscurecer toda visión. Temiéndose lo peor, el sepulturero agarró su linterna y comenzó a investigar el lugar. No era la primera vez que algunos vándalos o algo peor profanaban alguna tumba y sentía que, siendo él el guardián del camposanto y más aun siendo el cuerpo de su madre, no iba a dejar que aquellos desgraciados se saliesen con la suya. Comenzó a recorrer las calles que formaban las lápidas intentando ver en la oscuridad con su linterna, cuando de nuevo volvió a oír la voz de su madre que lo llamaba desde la ultratumba. «Gabriel, hijo mío, ayúdame, está oscuro y frío. Ayúdame, mi pequeño Gabriel», decía aquella dulce pero angustiosa voz. Corrió a través del cementerio, estaba fuera de sí, completamente perturbado por aquella horrible experiencia. Corrió a través de la oscuridad hasta que sus pasos y la voz le condujeron de nuevo hasta la vieja lápida abierta de su madre. Pero esta vez había algo distinto ahí, levantó la linterna para alumbrar la oscuridad del foso mortuorio y allí estaba, el cadáver putrefacto de su madre, devorado por gusanos e insectos.

«Ven hijo mío, está frío y oscuro, acompáñame en mi soledad», le susurraba la voz. Sin duda había perdido el juicio, trabajar con muertos lo había trastornado. Había profanado la tumba de su propia madre preso de su maldita locura, y allí se encontraba ahora, frente al cadáver frío e inerte. No estaba dispuesto a dejar las cosas por concluidas de aquella manera, así que se dispuso a cerrar la lápida de su madre. Empujó con todas sus fuerzas a la vez que tenuemente susurraba: «Adiós madre, perdóname». Justo antes de que una fuerza extraña e invisible lo empujase dentro de la tumba y cerrase la losa tras de sí. Cayó de lleno contra el polvoriento cadáver infestado de gusanos. Gritando sin parar, arañando inútilmente la losa de mármol que lo mantenía prisionero, mientras que todos aquellos insectos de la tierra le recorrían el cuerpo y se metían por si ropa. La linterna alumbraba el cadáver putrefacto y el rostro descompuesto de auténtico terror que el sepulturero manifestaba. «Nuestra soledad ahora será una sola», susurró la dulce voz de su madre, mientras lentamente la carne del cuerpo de su hijo iba siendo devorada por gusanos, larvas y escarabajos. Hasta qué la luz de la linterna término por extinguirse, junto a los gritos ahogados del sepulturero que eran capaces de escucharse incluso desde el otro lado de la tumba.


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