sábado, 18 de abril de 2015

La Curiosidad Mató al Gato

Aparecía con el primer brillo del amanecer, siempre; meditabundo, triste y curioso. Aparecía con sus ojeras de erudito trasnochado, con su melancolía de papel y tinta y con su curiosidad de gato que no teme a la muerte. Pero él sí temía a la muerte: Se sentaba allí, sobre la roca fría frente al árbol marchito. Se paraba a contemplar cómo el viento mecía ambas sogas; una llena de muerte, otra vacía de ella. Y sentía curiosidad y miedo.

-Vamos, háblame, ¿Cómo es estar muerto? ¿Qué hay al otro lado?-. Día tras día planteaba la misma pregunta y día tras día obtenía la misma respuesta; el suave balanceo del cadáver colgado de la rama.

No podía asegurar si eran sus labios quienes formulaban la pregunta o si quizás fuese su espíritu, ese en el que no creía, el que se atrevía a romper el silencio. No creía en dioses ni demonios, sin embargo estaba siendo devorado por un infierno de incertidumbre y angustia que lo impulsaba a conversar con un cadáver. «Desde luego, si Dios existe, tiene un peculiar y retorcido humor negro», pensó.

-Verás, yo nunca he sido un hombre religioso, eso bien lo sabes tú. Y, ¡Qué diablos! Me aterra desaparecer en la nada, perderme en la oscuridad. Siempre fuiste mi amigo, no había secretos entre nosotros, ¿Por qué ahora guardas silencio? ¿Cuéntame que se esconde tras este último viaje?-. Decía mientras clavaba su mirada en las cuencas vacías del colgado. -Dime que hay un Infierno al otro lado; dime que ahora eres un recién nacido dentro de los brazos de su madre; ¡Dime que no voy a desaparecer en la inmensidad de algo que desconozco! Dime...-. Clamaba casi implorándole a ese Dios que creía inexistente.

Pero no hubo respuesta. No se manifestó Dios alguno a través de una zarza ardiente; no descendieron ángeles celestiales para entregar ninguna buena nueva; no apareció el demonio para sellar un pacto con un beso y treinta monedas de plata. Sólo el silbido del viento y el balanceo de las sogas que como tentadoras serpientes resultaban hipnotizantes en la vida y seductoras en la muerte.

-¡Maldición! Está claro que en esta vida, ni vivos ni muertos; ni dioses o demonios, harán nada que no haga nadie por sí mismo-. Y continuó maldiciendo y refunfuñando mientras trepaba por el tronco del difunto árbol hasta alcanzar la rama que poseía la soga sin dueño. Y agustándosela al cuello como una última corbata, se sentó sobre la rama que habría de sostener su peso muerto. -Tiene gracia, ahora entiendo aquello de "la curiosidad mató al gato"-. Soltó un par de maníacas carcajadas de terror absoluto y de pronto un golpe seco y sordo sacudió todo el ramaje del centenario y cadavérico árbol.

Sin último deseo, sin corona de flores. No había viuda ni plañideras; ni testamento, albacea o sepulcro. Tan sólo un epitafio nunca escrito: «Aquí yace quien fue arrastrado por el miedo y muerto por la curiosidad».




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