lunes, 27 de abril de 2015

Tú, Yo y el Infierno

-Si hubieses hecho lo que te dije, ahora no tendríamos este problema. Pero no, no me hizo caso; y ahora estamos jodidos, realmente jodidos-. Dijo mordiéndose la uñas de forma irresistiblemente nerviosa.
*No eres tu quien da las órdenes aquí.*
-¿Que problema, Walter? Cuénteme, por favor-.
*¿Y por qué sigues escuchando al señor "batablanca"?*
-Oh, no se preocupe doctor, no me refería a usted. Es sólo que... bueno, lo siento por el desastre-. Dijo mostrando una sonrisa forzada.
-¿A quien se refiere, Walter? ¿Qué desastre es este? No tema, puede confiar en mi-.
-A Víctor, por supuesto. Él esta, bueno...-. Dijo bajando la mirada.
-Interesante, ¿Quien es Víctor?
*Cierra la puta boca, Walter. No hables más. No digas más. ¡No menciones los jodidos cadáveres!*
-Sí... los cadáveres-. Murmuró.
-¿Cadáveres, Walter?-.
*Sí, cadáveres. Tres malditos cadáveres! Cuatro cuando acabe contigo.*
-¡Cállate!-. Dijo llevándose las manos a la cabeza y actuando de forma agresiva.
-¿Qué me calle? Walter, ¿Se ha tomado la medicación diaria?-.
-Oh no, doctor, lo siento, no me refería a usted-. Se iba poniendo nervioso por momentos.
*Eres un jodido loco, piensa que eres un jodido loco, Walter. ¿No te das cuenta?*
-Lo siento, Walter, pero creo que será mejor ponerle un sedante y continuar más tarde-.
*No puedes permitirlo, Walter. ¿Vas a dejar que te encierren de nuevo?*
-¡No, otra vez no!-. Dijo alterado.
-Lo Siento, Walter, es por su bien. Llamaremos al enfermero para que le administre el sedante-.
*Acaba con él, Walter. Te drogará y te encerrará como a un loco. No puedes permitirlo, ¡Mátalo!*
-No... no quiero-.
-Es por su bien, Walter. Después de esto se sentirá un poco mejor-. Se giró hacia la puerta buscando con la mirada al enfermero.
*Ahora Walter. Acaba con él ahora. ¡Parte el cuello a ese cabrón!*
-No quiero volver a hacerlo, yo...-.
Hazlo, puto inepto, o acabo yo contigo.
-Tranquilo, Walter enseg...-.
Un par de segundos más tarde el crujido seco y desagradable rompió la conversación.
*Muy bien, Walter. Encarguémonos de los cadáveres antes de que llegue el enfermero. No nos volverán a atrapar. Te lo prometo, Walter.*
Y se quedaron allí, en aquella sala de esterilizado color blanco impoluto. Walter, el infierno, un psiquiatra muerto y sólo dios sabe cuantos cadáveres imaginarios más.


jueves, 23 de abril de 2015

Alma de Caballero.

Este año no hubo suerte en el concurso del Día del Libro en la Universidad, no siempre los dioses de la literatura pueden estar conmigo. Pero aunque no haya ganado, al menos he participado con un relato que resume bastante bien mi idea de Castilla. Lejos de glorias pasadas, de historias de reyes y de conquistadores, el alma castellana siempre me resulto terriblemente melancólica. Pero no una melancolía amarga, sino dulce y romántica. Y no hay mayor romántico en esta tierra que el gran Don Quijote; ese soñador empedernido con el que tantas cosas tengo en común. Aquí pues tenéis el relato (no ganador) de este certamen:


Alma de Caballero.

"Siempre soñé con ser caballero andante y que el polvo del camino ensuciase mi capa. ¿Acaso un caballero de brillante armadura no es un hombre que jamás puso a prueba su espíritu? Yo quise levantarme en armas contra el mundo; imaginé que emprendía un viaje, como diría el poeta, una tarde parda y fría de invierno. Bajo la tormenta combatiría a Briareo y sus secuaces, eternamente, mientras el sol guiase mis pasos y aun tuviese aliento para mantenerme en pie. Mataría dragones, rescataría damas y pelearía por el amor verdadero. ¿Acaso se puede hallar más noble ideal que defender el auténtico amor? Todo aquello imaginaba para evadirme de la monotonía de la lluvia tras los cristales. Pero siempre hubo algo sombrío en mi alma castellana. La melancolía y la resignación a una triste verdad: Que no importa cuán alto se alce el acero, pues en este mundo los gigantes siempre acabarían triunfando. Y que no había más opción que aceptar el fracaso o convertirse en un fiero dragón. En ese mismo momento, mientras tronaba el maestro con su timbre sonoro y hueco, yo había tomado una decisión; había elegido mi camino. ¿Hacia dónde nos dirigimos? Me pregunté entonces. Y es ahora, en mi lecho de muerte, cuando con una sonrisa hallo la respuesta. Aquel era un camino hacia lo más profundo de mi alma; hacia el valiente sueño de un niño dispuesto a todo con tal de rendir unos viejos molinos y de conquistar el amor verdadero."


sábado, 18 de abril de 2015

La Curiosidad Mató al Gato

Aparecía con el primer brillo del amanecer, siempre; meditabundo, triste y curioso. Aparecía con sus ojeras de erudito trasnochado, con su melancolía de papel y tinta y con su curiosidad de gato que no teme a la muerte. Pero él sí temía a la muerte: Se sentaba allí, sobre la roca fría frente al árbol marchito. Se paraba a contemplar cómo el viento mecía ambas sogas; una llena de muerte, otra vacía de ella. Y sentía curiosidad y miedo.

-Vamos, háblame, ¿Cómo es estar muerto? ¿Qué hay al otro lado?-. Día tras día planteaba la misma pregunta y día tras día obtenía la misma respuesta; el suave balanceo del cadáver colgado de la rama.

No podía asegurar si eran sus labios quienes formulaban la pregunta o si quizás fuese su espíritu, ese en el que no creía, el que se atrevía a romper el silencio. No creía en dioses ni demonios, sin embargo estaba siendo devorado por un infierno de incertidumbre y angustia que lo impulsaba a conversar con un cadáver. «Desde luego, si Dios existe, tiene un peculiar y retorcido humor negro», pensó.

-Verás, yo nunca he sido un hombre religioso, eso bien lo sabes tú. Y, ¡Qué diablos! Me aterra desaparecer en la nada, perderme en la oscuridad. Siempre fuiste mi amigo, no había secretos entre nosotros, ¿Por qué ahora guardas silencio? ¿Cuéntame que se esconde tras este último viaje?-. Decía mientras clavaba su mirada en las cuencas vacías del colgado. -Dime que hay un Infierno al otro lado; dime que ahora eres un recién nacido dentro de los brazos de su madre; ¡Dime que no voy a desaparecer en la inmensidad de algo que desconozco! Dime...-. Clamaba casi implorándole a ese Dios que creía inexistente.

Pero no hubo respuesta. No se manifestó Dios alguno a través de una zarza ardiente; no descendieron ángeles celestiales para entregar ninguna buena nueva; no apareció el demonio para sellar un pacto con un beso y treinta monedas de plata. Sólo el silbido del viento y el balanceo de las sogas que como tentadoras serpientes resultaban hipnotizantes en la vida y seductoras en la muerte.

-¡Maldición! Está claro que en esta vida, ni vivos ni muertos; ni dioses o demonios, harán nada que no haga nadie por sí mismo-. Y continuó maldiciendo y refunfuñando mientras trepaba por el tronco del difunto árbol hasta alcanzar la rama que poseía la soga sin dueño. Y agustándosela al cuello como una última corbata, se sentó sobre la rama que habría de sostener su peso muerto. -Tiene gracia, ahora entiendo aquello de "la curiosidad mató al gato"-. Soltó un par de maníacas carcajadas de terror absoluto y de pronto un golpe seco y sordo sacudió todo el ramaje del centenario y cadavérico árbol.

Sin último deseo, sin corona de flores. No había viuda ni plañideras; ni testamento, albacea o sepulcro. Tan sólo un epitafio nunca escrito: «Aquí yace quien fue arrastrado por el miedo y muerto por la curiosidad».




martes, 14 de abril de 2015

Recuerdo de Diciembre.

Recuerdo la fría nieve de Diciembre, con su albina pureza profanada por el calor de la sangre. Los desgarradores gritos que se perdían en la inmensidad de la noche y las altas columnas de fuego elevándose desafiantes contra los demonios de la oscuridad. Recuerdo el olor de la carne quemada y el ferroso aroma que desprendían los cuerpos, una balada triste de sensaciones olfativas que me hizo vomitar. Entre las humaredas de las llamas vislumbré la cruz, poderosa e infame, como la hoz que se erige para segar las vidas de los blasfemos y los pecadores. Palabras como pecado, expiación y penitencia penetraron en nuestro vocabulario con la misma frialdad con la que una espada atraviesa carne y huesos para clavarse profunda en el corazón. Recuerdo que los viejos dioses nos abandonaron, no con una mueca de tristeza, sino con la vana sonrisa de quien se ha rendido al acero enemigo. Hablaban de piedad y redención, pero no hubo piedad aquella noche y la única redención posible fue la aceptación de la muerte. Allí murió el último reducto de libertad, mutilada, como cuervo al que se le han arrancado las alas. Después de aquello la nieve no volvió a ser pura, ni el viento volvió a mecer las hojas de los árboles. La tierra se volvió yerma y el tiempo de los dioses y los héroes dio paso a la era del martirio, la vergüenza y la melancolía.

Lo recuerdo como un sueño; una vívida pesadilla que acude a mi mente todas las noches. En esa hora infame en la que las brujas cabalgan sus escobas, yo me debato entre ensoñación y vigilia; entre los restos del infierno y los fragmentos paupérrimos que conforman mi realidad presente. Y ahora, como un perro abandonado, me postro ante los asesinos de mi estirpe. Aquel sádico dios que ofrece con una mano y arrebata con la otra. Sus ministros prometen el paraíso, pero sé que no hay esperanza a la sombra de la cruz. Es pérfida y traicionera, como la lengua de sus portadores; un negro augurio de tiempos que han de venir arrastrando consigo la guerra, la agonía y la condenación de cuantas almas encuentren a su paso.

Lo recuerdo todo, siempre en mis sueños, en mis horas más oscuras. Recuerdo la fría nieve de Diciembre, con su albina pureza profanada por el calor de la sangre...


viernes, 10 de abril de 2015

Querido John

John, querido John. Aún conservaba parte de su singular belleza y el amor que ella sentía por él apenas había comenzado a extinguirse. Lo amaba, sabía que no debía hacerlo, pero lo amaba. Él ya no era su John, había dejado de serlo en el mismo instante en el que le rebanó la garganta de un mordisco. La sangre manaba a borbotones de su cuello mutilado a bocados y se estaba ahogando en su propio líquido vital. Tendida en el suelo sobre un charco de su propia sangre, contemplaba sus ojos ahora vacíos y muertos. Había sido el amor de su vida y ahora... no era más que un mero trozo de carne muerta que por alguna extraña razón aún se mantenía en pie. En pie y sediento de sangre. Extendió su mano e intentó pronunciar su nombre. En su cabeza resonaba el nombre de John, pero a su boca solo acudían las gárgaras sanguinolentas de una moribunda con el cuello desgarrado. Apelando a los sentimientos de un cadáver, acarició con la mano extendida la piel muerta de su rostro. Sólo quería un último deseo, un último beso de su querido John. Él agarró suavemente la mano de ella mientras sus dedos resbalaban por su rostro y se quedó ensimismado contemplando como la luz se apagaba en sus ojos azules. Había entendimiento, había amor en el corazón inerte del cadáver de su esposo. O eso quiso ver ella, puesto que con un rápido movimiento él la agarro por la muñeca de forma violenta y acercó sus labios secos y ensangrentados a la boca de ella, transformando el suave beso en una pasional dentellada que que desgarró y arrancó de cuajo su labio inferior. No podía gritar, la agonía era intensa, eterna, asfixiante como ahogarse en un puré espeso, cálido y rojizo. Sólo podía llorar, emanar sangre por los ojos como si el infierno se hubiese desatado dentro de su cuerpo. Una fracción de segundo después, simplemente allí tendida se ahogó en su propia muerte.

Y es que amar a un zombie puede llegar a costarte sangre, sudor y lágrimas...