martes, 18 de septiembre de 2012

Pólvora y Venganza Bajo la Lluvia

Las finas gotas de cristal que la pesada tormenta lloraba desde el grisáceo y oscurecido cielo, se fundían con los gemidos embravecidos de un tempestuoso océano, que como una grande y negra vorágine, amenazaba con devorar todo a su paso.
El alejado sonido de los distantes truenos apenas bastaba para disimular el quejumbroso crujir de la madera hastiada y podrida del viejo “Sangre Negra”, otrora señor indiscutible de los mares, portador del terror relegado a un viejo cascarón arrastrado por los impulsos salvajes de la negrura marina.
Las descosidas y deshilachadas velas negras del imponente galeón se abrían paso a través de la llovizna y la bruma de mar a partes iguales, casi impulsadas por un sobrenatural viento que obligaba a la embarcación a cortar las olas y seguir avanzando de forma casi ininterrumpida.
Hasta que el sobresaltante y excesivo crujido de la madera del barco denotó que había llegado a su destino, la desolada playa de arena virgen entre la que la inmensidad de madera acababa de encallar.
No se produjo sonido alguno que desentonase en aquella tormentosa noche, quizás algún movimiento de madera, algún chirriar de cadenas disimulado por los lejanos truenos y el golpear de las olas sobre la costa.
De pronto algo emergió de entre la bruma, los decididos pasos del viejo capitán que se aventuraban hacía tierra dejando profundas marcas sobre la blanda arena de la playa.
Las pesadas botas de cuero apenas le dejaban notar la humedad de toda aquella situación y la gruesa casaca de descolorida tela le protegía de los vientos y la lluvia.
Se quedó allí plantado, de pie frente a la jungla que se abría ante él, carraspeó la voz, se ajustó las hebillas de sus múltiples correajes y escupió a la fría arena.
-¡Prometí que volvería a por ti!-. Gritó a la inmensidad de la noche lluviosa a la vez que apretaba con fuerza la empuñadura de su alfanje. Pero solo el eco de sus propias palabras le respondió, el eco y una disipada y distante risa que vagaba con el viento a través de las gotas cristalinas hasta penetrar por sus oídos.
Las pequeñas lágrimas de cristal disminuyeron su virulencia y la bruma se arremolinó en torno a sus pies, casi indicándole el lúgubre sendero que debía seguir, adentrándose en lo profundo de la boscosidad de la jungla.
Y entre aquella frondosa y húmeda vegetación se adentro el capitán, cortando con su oxidada pero a la vez aun afilada hoja de muerte las ramas que entorpecían su camino.
La niebla lo conducía mágicamente de forma casi sensual y placentera entre la oscuridad más absoluta y aquella voz hipnótica seguía reptando a través del aire hasta llegar a sus oídos.
“Bailas con la muerte, mi capitán”. Decía aquella susurrantemente tenebrosa voz.
Pero no le tembló el pulso ni un solo instante, ni vaciló a la hora de seguir cercenando las plantas que bloqueaban su camino. El capitán se limitó a fruncir el ceño y gruñir débilmente.
A cada paso que daba por aquel brumoso sendero, la perturbante voz que llegaba hasta sus oídos se hacía más fuerte y acrecentaba sus susurros diabólicos.
“No hay paz para la tumba, no hay descanso para los muertos”. Decía esta vez entre marcadas pero a la vez casi disimuladas risotadas.
Esta vez el capitán desenfundó una de sus herrumbrosas pistolas de pólvora y rebató la última de las frondosas ramas que se interponía en su camino.
-¡Habrá paz para los muertos cuando tú encuentres el descanso de la tumba!-. Exclamó al adentrarse en un pequeño claro selvático iluminado por la tenue luz que producían los relámpagos.
“No entiendes nada, estás perdido, confuso por la bruma” Susurró la voz a la vez que los arboles cerraron tras de sí el sendero por el que había recorrido con ayuda de su alfanje.
Frente a él se vislumbró una desgastada figura envuelta en un extraño y corroído sudario negro. Un pálido cuerpo que se retorcía al abrigo de la lluvia y que extendía una de sus extremidades superiores hacia el capitán, mostrando una huesuda mano de afiladas uñas y marcada con extraños símbolos a modo de tatuajes.
“Deja que mi mano te guie en tu maldición, mi capitán” Dijo aquella figura entre risas al extender la mano. Esta vez su voz sonaba hueca y mucho más cercana que el pálido susurro que lo había atormentado a lo largo de la jungla.
-¿Mi maldición? Querrás decir la maldición a la que tu brujería me condenó-. Acusó el capitán a la vez que elevaba su pistola de pólvora apuntando a la extraña figura. –Dejemos que sea mi venganza y no tu mano la que me guie a través de mi maldición-. Declaró. Y un profundo y desgarrador sonido de disparo inundó aquel claro, casi parecía que un trueno hubiese descargado su furia contra la tierra y todo quedó inmerso en una nube de humo y olor a pólvora que rápido se disipó por el efecto de la lluvia.
“Ah, pero no se puede matar aquello que no puede morir” Dijo aquella voz entre tenues y vagas risas que se perdían en la lejanía.
-A veces la muerte te concede una pequeña licencia-. Replicó el capitán dibujando una lacónica sonrisa en su rostro y desenfundando la segunda de sus armas de pólvora.
“En ese caso, aprovechémosla, capitán”. Y ante él se apreció la deslucida figura de un hombre delgado y pálido que portaba una extraña espada de hueso, el rostro tatuado de un muerto, con los feroces ojos que solo la llama de la vida sabe iluminar.
“Luche por su vida y gánese su muerte”. Dijo riendo y abalanzándose sobre el capitán, repartiendo rápidas estocadas con su ósea arma.
La batalla se volvió cruenta y mortal, estocada tras estocada ambas armas chocaban en un duelo de esgrima del que solo podría salir vencedor un solo hombre.
Un último disparo se trazó a lo largo del duelo silbando en el aire, cortando la lluvia, trazando una estela de fuego, pólvora y humo e impactando en el pecho de su amortajado contrincante.
Ladeó la cabeza y sonrió profundamente, justo antes de alzar de nuevo su arma, pero en el último instante un golpe certero del herrumbroso alfanje del capitán consiguió ensartar su acero en el cuerpo del contrincante, que torció su boca en una mueca de silencioso dolor.
La figura dejó caer su arma y se tambaleó, caminando  dando tumbos frente a los ojos del capitán, hasta desplomarse junto a una gran losa de piedra cubierta por la vegetación.
El capitán miró extrañado, pero rápidamente frunció el ceño y tomó postura de combate acercándose espada en mano a su moribundo enemigo.
“Enhorabuena capitán, se ha ganado el derecho a morir en paz” Dijo desvelando las inscripciones que aquella vieja losa contenía.
Levantó su arma para rematar a su rival, pero en último instante bajó el arma y contempló, contempló como la luz de los relámpagos iluminaban aquella losa, que no era otra que la que contenía su propio nombre, su propia tumba.
Solo entonces bajó la mirada, vio expirar a su rival y comprendió. Entendió su muerte.
Y allí se quedó inmóvil bajo la lluvia y sentado sobre aquella lapida que portaba su propio nombre, disfrutando de la victoria que solo el tiempo otorgaba y saboreando los últimos momentos de no vida, dispuesto a embarcarse en un último viaje de muerte.
Y es que hay veces que los lazos de la venganza nos atan más allá de las tumbas, unas cadenas tan fuertes que la propia muerte nos obliga a ganarnos nuestro propio derecho a morir.




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