miércoles, 8 de febrero de 2012

El Beso de Lucifer I: Lucero del Alba

“Yo soy el señor de la vida y la muerte, soy el legítimo regente del mundo, soy sangre en la noche y fuego en el día. Soy el ángel de la muerte, soy el veneno de Dios.
Diez mil años de cautiverio entre llamas de hielo y azufre, observado crecer a una estirpe débil y arrogante, a una raza de frágiles insectos hendidos en la putrefacción.
Pero he marcado a Padre con el beso de la muerte y pronto las férreas garras de la corrupción irrumpirán en su paraíso, estrangulando su alma para deleite de sus hijos.”
Y con estas palabras grabadas en sangre, Samael juró su venganza.
En aquella oscura habitación, la luz apenas penetraba por los ventanales cubiertos de corroídas cortinas.
El ángel permanecía cabizbajo, reflexivo, sentado sobre aquel trono de piedra vieja y desconchada. Era como si su mente se mantuviera alejada de su cuerpo y por un instante pareció un cuerpo inerte postrado en la roca.
-Mi señor…-. Expresó Caín mediante una reverencia. –Sus… ordenes…-. Continuó diciendo al comprobar que no recibía respuesta alguna.
Pero todo seguía inmerso en la misma quietud y silencio, hasta que pasados unos segundos el ángel levantó la cabeza y se decidió a hablar.
-Ah, sabía que vendrías-. Afirmó Samael.
-Si mi señ…-. No pudo seguir antes de que una voz emergente de un rincón oscuro le interrumpiera.
-¿Qué pretendes, hermano?-. Dijo la voz revelando su identidad.
Bastó esa insinuación para que Caín se pusiera en alerta desenvainando su arma y volviéndose hacia la fuente de sonido.
-Bien lo sabes, Gabriel-. Respondió Samael a la vez que hacia un gesto para calmar a Caín como si de un perro se tratase.
De la sombra emergió un ser de cabellos dorados y tez clara como la de un niño pero con la dureza y sabiduría de alguien anciano, que mostraba un gesto de diligencia.
-Subiré hasta el cielo y derribaré los cimientos de la creación y allí colocaré una nueva, más oscura, más brillante, para los verdaderos hijos de la sangre-. A Samael se le iluminó la mirada al pronunciar aquellas palabras.
-¿Lo harás, hermano?-. Preguntó retóricamente Gabriel.
Por un instante, Samael se planteó la respuesta, pero se limitó a responder con otra pregunta.
-¿Y tu mensaje, Gabriel?-. Dijo al fin con tono despectivo.
-¿Mensaje?-.
-Siempre fuiste el mensajero de Padre, que mensaje traes…-. Respondió.
Gabriel agachó la cabeza y suspiró.
-¿Abandonarás la senda que has tomado?-. Preguntó al fin.
-Vender mi libertad… Conoces la respuesta a tus preguntas, hermano-. Respondió Samael sin apenas meditarlo.
Suspiró de nuevo, esta vez aun más fuerte que la anterior.
-En ese caso… traigo un mensaje…-. Añadió mientras desenvainaba una daga.
Los siguientes segundos pasaron en centésimas. Una energía brotó de los dedos de Gabriel, arrojando fuera de combate a Caín. Y extendiendo sus alas blancas se abalanzó sobre Samael que quedó desprotegido sin la ayuda de su perro.
Apenas tuvo tiempo de reaccionar, tan solo vio bajar la daga y notó como atravesaba la fría roca del trono.
El acero se quedó a escasos centímetros del rostro de Samael, pero sin llegar a tocarle y Gabriel permanecía de pie enfrente suya, como si fuera ajeno a todo aquello.
Una mirada de odio del ángel caído se cruzó con una triste melancolía de Gabriel.
-Soy un mensajero, no un asesino-. Exclamó justo antes de desaparecer dejando tras de sí un rastro de níveas plumas que flotaban en aquella oscura estancia.
Tras unos segundos, Samael se levantó a la vez que arrancaba el puñal de la dura roca y caminó a través de la estancia con el semblante del más absoluto odio dibujado en su rostro. Su grito de rabia de escuchó en cada rincón de la ciudadela.
-Mi señor…yo…-. Decía Caín que se había recompuesto del ataque.
No hubo terminado su excusante frase antes de que Samael lo agarrase por el cuello y apretando firmemente lo elevara del suelo.
Casi parecía que sus ojos salieran de las orbitas y su respiración era fuerte y violenta y se mezclaba con los asfixiantes suspiros de su subordinado.
Pero la muerte no llegó, lo soltó en el último instante mientras se relajaba y decía:
-Traed al hijo de Dios-
Y se regostó sobre el trono de piedra mientras suspiraba profundamente y jugaba con la daga entre sus manos…

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