domingo, 19 de febrero de 2012

El Beso de Lucifer V: Palabra de Dios

Un frio intenso comenzaba a apoderarse de aquella oscura habitación, tan solo iluminada por la tenue y mortecina luz que ofrecían unos desgastados cirios.
-Tú-. Exclamé con fiereza mientras levantaba el puño en alto.
-Tú y solo tú eres el culpable de todo esto-. Añadí.
En mi corazón se debatían el odio y un sentimiento de amarga justicia. Ambos luchaban a la par y se extendían por todo mí ser.
<Hijo mío, solo tú eres quien ha provocado esta situación, quien ha traído el sufrimiento a este mundo>.
-¡Basta! No deseo escuchar más tu voz ni tus mentiras-. Gritaba a la nada. – ¡Silencio!-.
Por un momento la voz cesó y suspire aliviado, relajado mi cuerpo. Pero este nuevo sentimiento de calma no duró mucho.
<Ansías justicia… más justicia hallarás, pues lo que tu corazón de verdad clama es venganza, contra mí, contra mis hijos, y más que nada contra ti mismo y toda tu arrogante esencia>.
Apreté los dientes con fuerza mientras agarraba con firmeza la empuñadura de mi arma envainada.
-¿Mi corazón, padre? Tú me arrancaste mi corazón aquel día. Tú me despojaste de mi alma cuando preferí morir en libertad a vivir en silencio-. De pronto noté como mis ojos comenzaban a empañarse. –Acaso crees que no me dolió… Aquel día lloraste sangre Padre, la sangre de tus propios hijos, que enviaste a morir para satisfacer tu orgullo-. Sequé mis lágrimas y continué.
-Te atreves a hablarme de arrogancia, ¿Tú? ¡Que el infierno me lleve de nuevo si tu sangre no siembra una nueva y reluciente vida!-.
Me desahogué, necesitaba expresar todo aquello, sentirme libre y no dejaría que entrara de nuevo en mi cabeza, no con sus trucos y mentiras.
<Me entristeces hijo mío…>.
-No es tristeza padre, es miedo. Sientes un profundo temor a no tener razón, a que algo se salga fuera de tu divino plan y lo disfrazas de tristeza. Tu visión por fin alcanza a contemplar un posible final y eso te aterra, te consume. ¿Acaso existiría esta conversación de otro modo?-. Añadí con palabras cargadas de verdad.
<Siempre fuiste terco, Samael. Si es lo que quieres lo tendrás, que tu sangre llueva sobre la tierra>. Su voz resonó furiosa.
-Ese es el único idioma que conoces, Padre. El idioma del miedo y de la muerte. Pero, ¿Sabes? Ya no te temo, adelante-.
Extendí mis brazos en alto y abrí mis ojos a la vez que comencé a gritar:
-¡Mátame! ¡Mátame! ¡Máteme! ¡No te tengo miedo, vamos!-. Exclamé con violencia.
Esperando algo que no iba a ocurrir, una extraña sonrisa se dibujó en mi rostro, me sentía limpio, complacido como no lo había estado en mucho tiempo.
-No eres tan poderoso… nunca lo fuiste. Tan solo una fiera voz que agitaba el viento como truenos-. Contesté riendo.
<Nunca aprenderás, Samael. Diez mil años no fueron suficientes. Tu muerte no será suficiente… nada cambiará. ¡Nada! ¿Me oyes?>.
Aquella voz parecía haberse retirado al fin. Al fin me encontraba solo junto a la sepulcral luminosidad de las velas.
Metido en un millar de pensamientos que se zarandeaban en una tempestad en el mar de mi memoria. Absorto y embaucado por la oscuridad que me propiciaba la estancia. Silencio, silencio era lo único que mis oídos se atrevían a captar.
De pronto algo me sacó de aquella abstracción, algo tan simple como podía ser el golpear en la madera de una puerta.
-Mi señor…-. La voz de Caín atravesó el umbral.
Mi mirada lo fulminó al instante, no soportaba que nadie me molestara en mis pensamientos.
-Como te atreve…-.
-Mi señor-. Me interrumpió.
Si había algo que soportara menos que las molestas interrupciones de mis pensamientos, eso era las molestas interrupciones de mis palabras.
Me dirigí furioso hacia aquel infeliz que permanecía de pie en el umbral de la puerta, sin realizar si quiera movimiento alguno.
Pero justo antes de alcanzar su cuello, me detuve, algo me detuvo, mi cuerpo no reaccionó y mi mirada se quedó perpleja contemplándolo.
-Hola, Samael-. Susurró atravesando la puerta.
En sus ojos no hallé amenaza, mi mano no se lanzó instintiva a mi arma, algo dentro de mí ser intuía que aquella visita no era como la anterior y sonreí, no por diversión, sino por el placer que me producía imaginar el miedo que estaría atenazando a Padre.
-Hola, Gabriel-. Me limité a decir invitándole a entrar. 

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