domingo, 5 de febrero de 2012

El Beso de Lucifer Ø: Prólogo: Amanece en el Paraíso

La brillante luz del Sol cegó mis ojos por unos instantes, impidiéndome atisbar si quiera cuanto se hallaba frente a mis narices. Tan solo podía percibir el amargo olor a fuego y muerte que se extendía por todo el lugar.
Poco a poco mi visión se iba aclarando y podía contemplar como la semilla de la guerra arraigaba con violencia en los corazones de mis hermanos, que desesperados trataban de sofocar las llamas de la ira y la venganza.
Aquel día Padre lloró sangre y el cielo se iluminó con el funesto fulgor rojizo del líquido carmesí.
La espada me pesaba, apenas era capaz de sostenerla en mis manos, que se sentían frágiles como el cristal, mientras mis músculos cayeron en un profundo letargo que impedía toda clase de movimiento.
Pero mis ojos no se detenían de observar, ni mis oídos dejaban de escuchar. Escuchar aquellos gritos de dolor y muerte que se entre mezclaban con el abrasador grito de venganza:
-No habrá piedad para los traidores-. Pude oír, justo antes de contemplar la carga de celestial ira que mis hermanos lanzaban contra sus iguales.
La sangre manaba de sus corazones, las plumas de sus alas flotaban junto a un ligero viento que portaba un fuerte hedor a muerte y mis ojos se nublaron de nuevo, mas esta vez no fue el Sol, sino mis lágrimas de dolor las que lo consiguieron.
-¡Basta!-. Grité entre sollozos.
Pero parecía como si mi voz resonase muda para sus oídos, nadie podía escucharme.
De pronto una extraña sensación me embargó, me sentía alejado de todo aquel horror, me sentía flotante en un místico estado, mientras mi corazón era delicadamente apuñalado por saetas de odio y rencor.
Pero volví, me encontré rodeado de los cuerpos de mis hermanos y con los ojos húmedos y entre toda la masacre le vi ascender.
Impregnado de gloria, Samael, el primero de mis hermanos, se alzaba a los cielos.
-No hay libertad para los esclavos-. Gritaba. –Los esclavos se tomarán la suya propia-. Añadió.
Yo no alcanzaba a comprender el porqué de tales actos, tan solo era capaz de comprender la desolación causada por una guerra entre hermanos.
De pronto y sin previo aviso lo noté, escuche esa voz en mi interior, aun hoy no alcanzo a comprender si fue Padre o su hijo en su legítimo poder, pero ahí estaba la voz que me desterraba de mi sopor.
-Gabriel, lucha…-. No ordenaba, imploraba.
Agarré con fuerza la espada y extendiendo las alas me lancé entre los restos de una moribunda batalla, que a pesar de mi desconocimiento estaba por concluir.
No había recorrido ni la mitad de la distancia cuando nuevamente un fogonazo de luz volvió a cegarme y me arremetió con fuerza tal que fui arrojado violentamente contra un lugar que mi vista sobre iluminada no alcanzaba a ver.
Pero nuevamente mi vista se aclaró y allí lo contemple.
Con mis ojos totalmente abiertos observaba como el gran agujero, la grieta de los mundos se abría dejando paso a la vorágine destructora del tormento eterno.
Samael allí flotaba, solo, en medio de aquel tenebroso destino y como si los grilletes de la justicia le aprisionaran, no era capaz de realizar movimiento alguno.
-Tus hijos se revelan ante ti, Padre-. Comenzaba a gritar. –Cansados de la tiranía despótica de un cruel creador, los hijos escupen sobre tu ley…. No trates de evitar el destino…-. Gritaba ante un aparentemente ausente creador.
De pronto Samael comprendió y sus labios cayeron en silencio, ninguna palabra volvió a salir de ellos y se limitaron a expresar una ligera sonrisa mientras su cuerpo caía a través de los cielos, hasta alcanzar la negrura de la que emergían las viles lenguas de engendros realizados en dolor y tortura.
Hasta que por fin todo cesó, todo quedo en silencio, el silencio de una muerte que se había cebado con mis hermanos, desperdigando sus almas apuñaladas y arrojadas a un frio campo de batalla.
No había nada que decir, no había nada que expresar, no era necesario, mis lágrimas recorrían mi rostro hablando por mí, reflejando el dolor y la tristeza de mi alma…

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