viernes, 10 de febrero de 2012

El Beso de Lucifer II: Luna de Sangre

La noche se cernía sobre el estandarte del ángel caído, regalando a sus hijos la mortecina luz de una tenue luna sepulcral. Y escondidos tras los muros de la ciudadela, resonaban los cánticos y rezos que recorrían entre susurros las callejuelas.
Una ligera brisa cargada con el vapor de la oscuridad se arremolinaba en torno a los pies cubiertos de metal de los soldados que se mantenían firmes en torno a alguien, un chico, un sacerdote, un joven hijo de la luz.
Un silencio en la noche llamaba al corazón de los hombres, un silencio solo roto por el rugir de un decidido y firme paso que se acercaba al joven.
La armadura de metal oscuro que conformaba su vestimenta producía un sonido seco y pesado que helaba la sangre de cuantos se encontraban frente a él. Su larga melena de cabellos azabache brillaba incluso en aquella fría noche, resaltando aun más su pálido rostro rematado por una recortada perilla del mismo tono que su cabellera.
No se detenía ante nada, sus ojos fulguraban con el color de la niebla en invierno y permanecían fijos en su objetivo, aquel indefenso muchacho.
Casi parecía que el sacerdote intuyera el pensamiento de su adversario y antes de que este pronunciara palabra alguna, lo asaltó.
-No diré nada-. Decía entre suspiros de temor. –No sacarás palabra alguna de mis labios, veneno de Dios-. Gritó intentando ocultar su latente miedo.
Samael tornó su mirada severa y dejó entrever una mueca de siniestra sonrisa. Podía ver el miedo en el alma del joven, su espíritu era frágil y su voluntad quebradiza.
Extendió su mano  de afiladas garras frente a él y como si agujas de hielo del séptimo círculo infernal atravesasen el corazón del sacerdote, le fue extrayendo gota a gota la verdad, mientras él  gritaba y se retorcía de dolor en el suelo.
La siniestra sonrisa se tornó en una gran boca que mostraba unos dientes crueles y en unos ojos donde se reflejaba la sádica sombra de la muerte.
Levantó la garra lentamente, consiguiendo que el joven levitase sobre el suelo, rodeado de un aura de insufrible agonía.
-De modo que…-. Pronunció Samael  justo antes que su placentera mueca se disfrazase del odio más absoluto. – ¡Están aquí!-. Gritó al tiempo que cerraba el puño, haciendo que el joven sacerdote se desplomara con sus cuencas oculares cubiertas de lágrimas de sangre.
El cielo rugió con un trueno ensordecedor, ocultando la brillante luz de la luna bajo un manto de negrura y oscuridad.
-¡Ellos quieren guerra! ¡Su Dios les envía a morir…!-. La voz de Samael resonaba profunda por toda la ciudadela acallando cualquier otro sonido que osara levantarse.
-Y los hijos de las tinieblas les complacerán-. Afirmó con una gran carcajada dibujada en su pálido rostro.
Tras unas breves milésimas de segundo de silencio, el desenvainar de las armas y los gritos de guerra lo inundaron todo. Los soldados tuvieron el tiempo justo para prepararse antes de que el fulgor centelleante de los enemigos hiciera estallar las puertas de la ciudadela, penetrando en su interior a sangre y fuego.
El ruido del acero al chocar marcaba el ritmo de la batalla y el dulce olor a sangre dirigía el compás. Cientos de hombres combatían con sus armas, mientras la oscuridad de los cielos nocturnos era controlada por criaturas aladas que se debatían entre las nubes más tormentosas.
Los ojos de Samael brillaron con un fulgor antinatural, casi parecía como si el ansia de matanza se apoderara de él y desenvainado su afilada hoja de muerte se lanzó al combate despedazando a sus enemigos. Su acero cortaba hierro y carne por igual, con su mirada los enemigos ardían en llamas salidas del mismísimo infierno, con sus palabras la muerte atenazaba firmemente el alma de los hombres.
Impulsándose con fuerza se elevó a los cielos, dejando al descubierto unas negras alas que le permitían dar alcance y muerte a los seres aéreos, consiguiendo que estos se precipitaran contra los suelos convertidos en poco más que un montón de carne sangrante.
Pero algo llamo su atención en mitad de esa carnicería, algo ajeno a lo humano.
-Terror, muerte… todo llega a su fin, ahora-. Afirmó un ser alado, de grácil belleza, pero arrogante aspecto guerrero. Sus cabellos albinos le delataban en medio de aquel caos.
-Guadaña de Dios, de algún modo supe que serías tú-. Contesto Samael con tono melancólico.
-Sangre a la sangre, hermano-. Pronunció Azrael justo antes de lanzarse al combate.
Y ambos se unieron en una mortal danza de espadas que se entrechocaban y rugían como dos bestias salvajes.
Bajo ellos los hijos de las tinieblas superaban a sus adversarios que lentamente exhalaban su último aliento de vida y sentía el frio toque de la muerte.
-Observa hermano como escupo sobre padre.- Sonrió Samael mientras señalaba hacia abajo.
Caín, paladín de la noche, avanzaba a través del campo de batalla imbuido del el impío poder de los bebedores de sangre y bajo el estandarte del ángel caído hacía sangrar las mismas raíces de la creación.
Solo fue necesario un descuido de Azrael para que Samael se impusiera y consiguiendo desarmarlo, lo agarró firmemente por el cuello.
-Sabía que serías tú, quien cayese bajo mi espada.- La diabólica y macabra sonrisa de Samael parecía interminable.
-Hermano, yo…-. Intentaba explicar Azrael entre asfixiantes respiraciones.
-Sangre a la sangre, hermano-. Y atravesó con su acero el cuerpo de su vencido hermano, quien cayó desde los cielos reduciéndose a poco más que cenizas, que se dispersaron sobre los cadáveres de los hijos de la luz.
-¡La muerte camina sobre la tierra!-. Gritó Samael impregnado en la sangre de sus enemigos.
Y un desgarrador grito de los hijos de las tinieblas lo apoyó desde abajo.
-Y pronto lo hará sobre el cielo…-. Replicó en tono bajo el ángel mientras lentamente alzaba su mirada mortecina hacia arriba…









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